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Ricardo Franco

A propósito de la felicidad

Nuestra concepción de la felicidad no aparece tanto en la palabras dichas, sino en el modo que desvelamos inconscientemente al tratarnos entre nosotros, al trabajar juntos, al descansar y divertirnos, al compartir la vida de hombres comunes con horarios y obligaciones

Actualizada 05:27

Es difícil hablar en abstracto de la felicidad, ya lo sé; y no sé para qué me meto. La palabra es tan incómoda que, al mentarla, se hace un silencio interminable, así como con ganas de despachar rápidamente el tema en la sobremesa, entre los pacharanes y el pastoreo de las miguitas dispersas sobre el mantel.

Hablar de la Felicidad a quemarropa es una valentía; un acto heroico; una irracionalidad cercana al martirio de la propia experiencia. Porque, apenas nombrada la palabra, sabemos que algo nos falta mientras escuchamos la opinión de quien cree haberse hecho a sí mismo en su aparente control de las circunstancias, o el que proclama el desenfreno canalla entre días moscosos y fiestas de guardar. También está el aguafiestas; ése que directamente niega la mayor, y nos arrastra a todos hacia la nada, amargándonos, de paso, la comida. Pero de ése nos ocuparemos en otro momento, si procede.

Los hay que se pierden en la erótica del embeleso intelectual frente a los que nunca quitaron el precinto al razonamiento, y defienden un vitalismo ciego y taquicárdico. Pero también hay otros que dicen que la felicidad es el opio que enferma a Occidente mientras te venden sus consejos para curar tal adicción. De estos tampoco diremos nada, excepto alabar, en justicia, sus dotes comerciales.

En cualquier caso, la cuestión sobre la felicidad daría –y da– para teorizar y perder el tiempo y la saliva en los centenares de simposios y conferencias que trufan los campus universitarios

Históricamente, el tema de marras parece haberse dividido entre las opiniones de los que estoicamente guardan la ropa bien ordenada y se lo piensan tanto en la orilla que, al final, no se bañan, y los que directamente se lanzan violentamente con todo y contra los demás para beberse el mar, que ya llegará el domingo con su resaca y su quebranto. De estos últimos tampoco diremos nada, no vaya a ser que alguien en las redes se dé por aludido.

En cualquier caso, la cuestión sobre la felicidad daría –y da– para teorizar y perder el tiempo y la saliva en los centenares de simposios y conferencias que trufan los campus universitarios, los foros de la intelectualidad y las casas de España en ultramar. Pero la mayoría de las veces, todo este aparato cultural se reduce al eterno diagnóstico de razones y comportamientos para una vida buena que nunca llega al fondo del qué, del cómo y el por qué y sus consecuencias.

Por eso yo no me fío mucho de esos discursos que confunden tan a menudo el sueño con el deseo; la expectativa con la realidad y el diagnóstico inconcluso de los datos. Porque al confundir, se tiende inconscientemente a ensalzar un arquetipo de pensador ensimismado que mide y rumia todo el tiempo, frente al libertinaje del divo transgresor del orden y las buenas costumbres que debió haber aprendido, por las buenas o por las malas, de sus padres.

Yo no espero nada de esos discursos. Porque nuestra concepción de la felicidad no aparece tanto en la palabras dichas, sino en el modo que desvelamos inconscientemente al tratarnos entre nosotros, al trabajar juntos, al descansar y divertirnos, al compartir la vida de hombres comunes con horarios y obligaciones; hombres sin tiempo para pensar o hacer el golfo; hombres que no pueden cambiar gobiernos ni asaltar los cielos; hombres con su drama individual y sus circunstancias concretas; que no pudieron o no quisieron, o no les dejaron pararse a leer a Heidegger o a santo Tomás, y se levantan temprano para hacer pan o remendar zapatos, o limpiar las calles esperando –siempre esperando– poder ir a tiempo a casa y arropar a sus hijos, con la angustia de no llegar ni a principio ni a fin de mes.

Esos hombres y mujeres (ya me entendéis) que necesitan la felicidad ahora; en este instante en el que se han cansado de palabras que, en la mayoría de los casos, no comprenden y que nada tienen que ver con la insatisfacción de hoy, y con la fatiga que produce la incertidumbre de mañana.

Esos hombres reales que tienen la urgencia de saber qué es esta insatisfacción como alma y combustible que nos consume; esta carencia que, por tanto, es tendencia que mueve el mundo desde siempre y nos arrancó del ensimismamiento y la soledad de las viejas cuevas para escarbar la tierra y encender un fuego; ése fuego que, después, se ha convertido poco a poco en río de conocimiento y ciencia, de Arte, de Letras formando palabras, melodías, leyes y fórmulas que alguna vez fueron sonidos asombrados intentando nombrar ése algo inasible y resplandeciente dentro de los rostros, dentro del amor y de la muerte que a todos nos calla.

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