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El último baluarte

Sólo desde el ámbito de una interioridad robusta a la vez que selectiva resulta viable para la persona emprender la resistencia frente a aquellos poderes que, siempre bajo el subterfugio de alguna coartada benéfica, buscan adueñarse de ella

En más de una ocasión, el escritor José Jiménez Lozano se refirió a «la fina punta del alma» para designar esa parcela de nuestro interior que es indispensable mantener a resguardo de intromisiones. No aludía con ello a la conveniencia de fundar un enclave hermético, sino a la necesidad de no decaer en una actitud vigilante respecto al torrente de estímulos que anegan nuestra conciencia. Salvaguardar un ámbito depurado de las diversas formas de intrusión que a cada momento nos acechan equivaldría a garantizarnos la pervivencia de un espacio en que la vida pudiera percibirse como una realización propia, un proyecto dotado de continuidad y sentido de transmisión, y no como una aleatoria amalgama de experiencias sin otro impulso efectivo que su subordinación a intereses cambiantes.

Hablamos, pues, de un lugar propicio al arraigo. Y lo imaginamos inmerso en una cierta atmósfera de penumbra casi siempre, delicadamente preservado de la zafiedad y el estruendo con que el mundo lo asedia. Es una extensión que los años vuelven fecunda, pues allí debe fructificar lo que nuestro juicio dictamina valioso, aquello en lo que distinguimos el reflejo de una cualidad que lo hace digno de estima y permanencia. Lecturas, amistades, conversaciones, creencias, los siempre insuficientes réditos de nuestro talento, y esa ancha franja de los afectos que tiñe la existencia de una coloración vívida. Todo eso se sedimenta allí, en esa brumosa circunscripción alrededor de la cual el tiempo y la experiencia van levantado una discreta pero firme empalizada, porque lo que se materializa dentro de sus lindes es algo más que un improvisado parapeto contra la insomne tentación de la desesperanza: es el núcleo mismo de nuestra identidad, el depósito, jerárquicamente organizado, de los elementos esenciales que configuran nuestro ser.

Aunque cada confidencia que hacemos representa un aligeramiento del lastre que pesa sobre nuestra conciencia, sabemos que conlleva el riesgo de una exposición al veredicto del otro

Pero también es en ese espacio donde se acumulan los maltrechos jirones de nuestros desgarramientos íntimos. Heridas y frustraciones, culpas y resentimientos nuevos y antiguos componen el reverso, por otra parte inevitable, de la idealización primera a la que hubiéramos querido ceñir la totalidad de nuestra vida. ¿Cómo no sentirnos vulnerables cada vez que la memoria los pone ante nosotros? De ahí el cuidado extremo que empleamos en su custodia. No en vano, a quien hacemos partícipe de alguna de nuestras debilidades lo distinguimos con la rúbrica de nuestra amistad, sin duda, pero le trasladamos asimismo la evidencia de una responsabilidad con la que acaso no llegue a sentirse cómodo. Aunque cada confidencia que hacemos representa un aligeramiento del lastre que pesa sobre nuestra conciencia, sabemos que, simultáneamente, conlleva el riesgo de una exposición al veredicto del otro y –lo que se nos antoja mucho más temible– a la posibilidad de que nos traicione.

Es así como nuestro espacio interior asume la naturaleza de un reducto. El fundamento de nuestra identidad merece la garantía propia de un recinto bien guarnecido. En su libro más reciente, el magnífico Humano, todavía humano, avisa Higinio Marín: «Quien cuenta todo de sí mismo y a cualquiera, se vacía interiormente y se queda sin intimidad o la daña y la disminuye gravemente». Ese vaciado o disminución nos previenen de la gravedad de una conducta atolondrada. Porque lo cierto es que sólo desde el ámbito de una interioridad robusta a la vez que selectiva resulta viable para la persona emprender la resistencia frente a aquellos poderes que, siempre bajo el subterfugio de alguna coartada benéfica, buscan adueñarse de ella. La libertad pública –es decir, política en el sentido más noble de la palabra– únicamente adquiere visos de realización a partir de la nítida conciencia del valor inherente a aquello que, bien como creación propia, bien como bagaje heredado, hemos ido atesorando en nuestro fuero íntimo y nos motiva a comprometernos en su defensa.

Se trata de saber quién es en realidad uno mismo para así disponer de un punto firme desde el que salir al encuentro de los demás

Por lo demás, este encomio de la intimidad no debería confundirse con una apología más o menos subrepticia del individualismo en boga. No se trata de incitar las ansias expansivas de un ego hipertrofiado; para acometer semejante tarea, nuestro mundo ofrece ya un sobrado muestrario de opciones: desde la caterva de demagogos que buscan en la adulación de las masas el medio de legitimar socialmente una concepción envilecida del poder, hasta esos programas de televisión que, a través de su pestilente exposición de obscenidades, no abrigan otro propósito que rebajar la densidad de lo humano a los términos de una superficialidad inane. Tampoco se aboga aquí por una insistencia en el ensimismamiento característico de una sociedad fracturada hasta límites dramáticos y obsesionada con vestir la desnudez resultante del abandono de su herencia cultural con los pintorescos harapos de los más estrafalarios particularismos. Antes al contrario, el empeño en el cultivo de una individualidad poderosa debería fijar la expectativa de su realización en una cierta idea de entrega a los otros. Se trata de cuidar el propio jardín para tener luego la oportunidad de compartir sus frutos. Se trata de saber quién es en realidad uno mismo para así disponer de un punto firme desde el que salir al encuentro de los demás.

Este baluarte del yo, ante cuya puerta deberíamos permanecer, hoy más que nunca, en una vigilia constante, constituye el límite definitivo desde el que oponernos a la formidable corriente de homogeneización a la que nos arrastra nuestro tiempo. Ninguna otra época de la historia como la actual ha dispuesto de tan ingente poder de nivelación sobre la conciencia de los hombres. A la postre, es la misma noción de naturaleza humana, con sus hondas implicaciones metafísicas y antropológicas, la que se halla en este momento comprometida. Y si en el futuro nos resultara desconcertante no ver surgir ante nuestros ojos ciudades derruidas o grandes extensiones en llamas es porque esta vez, y tal y como anticipara Jünger, la batalla decisiva se libra en el pecho de cada cual.

Carlos Marín-Blázquez

Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Es autor de dos libros de aforismos: Fragmentos y Contramundo