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Metafísica de la errata

Breve elogio al fallo donde «el gazapo», nos los indica Llorente, puede llegar a ser un «eficaz antídoto contra la soberbia». «En la desgracia paradójicamente salvífica de las erratas está contenido el núcleo de la existencia humana: la miseria que padece y la misericordia que implora»

No concibo desolación mayor que la que siente un editor cuando, tras horas de esfuerzo, tras una, dos, tres, cuatro revisiones, tras las galeradas y la prueba de imprenta, descubre una errata en su criatura ya publicada. Estaba convencido de que esta vez había hecho un gran trabajo, de que no, de que esta vez no habría ningún gazapo porque se había afanado especialmente en evitarlo, pero abre el libro por una página cualquiera y, plaf, se topa con una letra que está donde no debería estar y que, burlona, le guiña su rabito.

Yo soy editor y confieso, ejem, que esto de las erratas se me indigesta tanto como a todos los demás. Es ver una en un texto editado por mí y sobrevenirme inmediatamente una miríada de pensamientos sombríos: maldigo el despiste, cuestiono mi capacidad y de paso mi vocación y, ya por último, me digo para mis adentros que mejor estaría impartiendo clases de golf o rellenando tablillas de Excel para una multinacional. Y es aún peor cuando no soy yo el que las detecta, cuando su detector es uno de mis socios, Teresa, mi padre, la autora o un tuitero que me estima. «Ay, por cierto. He encontrado una errata en el libro de Esperanza», me advierten bienintencionados, y qué ganas espetarles que se pueden ahorrar la advertencia, que sus buenas intenciones me sumen en una honda depresión y que, si de verdad me quieren, se abstengan.

En la desgracia paradójicamente salvífica de las erratas está contenido el núcleo de la existencia humana: la miseria que padece y la misericordia que implora

Supongo que la corrección me sienta mal porque me tomo demasiado en serio a mí mismo y que los gazapos están bien precisamente porque invitan a sus responsables a tomarse a sí mismos al revés, un poco a broma. Hace ya algunas semanas, un autor, tras haberle enviado yo el contrato de su libro, haberme avisado él de que contenía una errata, y haber compartido yo con él el tormentoso vínculo que me une a ellas, las erratas, me dijo muy sabiamente: «Yo las veo ya (a las condenadas erratas) como una señal de nuestra poquedad». Y qué razón. El gazapo como eficaz antídoto contra la soberbia.

Lo cierto es que la errata tiene propiedades benéficas, sí, y que no sólo las tiene para el editor, que es quien más las sufre, sino también para los otros dos actores implicados en el negocio editorial: para el lector, claro, y para el autor, por supuesto. El primero puede agradecer la existencia de las erratas porque lo vacunan contra la tentación de la idolatría, tan boyante en esta época sin Dios. Le muestran a su autor predilecto en paños menores, despojado por esa tilde ausente del aura de infalibilidad intelectual que antes ocultaba sus vergüenzas. Para el segundo son buenas por el mismo motivo: cuando relee sus textos y está ya regodeándose obscenamente en su (in)genio, cuando recita sus mejores poemas ante una audiencia entregada, en ese mismo instante aparece un gazapo que le recuerda, generoso, que no es más que un hombre, uno constituido, ay, de la misma carne imperfecta que aquel otro que cecea y que vomita más que escribe.

En realidad, y por ponerme místico, en la desgracia paradójicamente salvífica de las erratas está contenido el núcleo de la existencia humana: la miseria que padece y la misericordia que implora. ¿Qué es nuestra vida sino una sucesión de gazapos, de errores que cometemos inconscientemente, de males que infligimos sin pretenderlo y que, precisamente por involuntarios, nos aperciben de una deficiencia que no es circunstancial sino crónica? La errata viene a manifestar una herida que exige, por su propia naturaleza, la intervención de una gracia que la restañe.

Julio Llorente

Periodista, humanista, traductor, articulista y escritor. Fue director de la editorial Homo Legens y ahora está inmerso en Ediciones Monóculo.