Qué remedio
He de dejarme de remilgos y arremangarme. Explicar la doctrina clara, sin irritaciones que puedan llevarme a no exponerla bien, con luz del paraíso, sin faltarle a nadie, pero sin dejar que a mis hijos se lo cuenten por otro lado. Pero de las batallas culturales sólo eliges si las das o no
Me irrito raramente. En el instituto de enseñanza secundaria donde enseño, cuando un alumno me ha enfadado, la hazaña se le queda cual epíteto homérico entre los profesores y sus compañeros: «Fulano de Tal, que cómo será que una vez consiguió enfadar a Máiquez…» O se me presentan después de muchos años: «Yo era tan malo que hasta usted se molestó una vez conmigo». Sin embargo, últimamente me irrita constantemente que mis hijos de 10 y 11 años me hagan preguntas sobre las leyes de género y toda la problemática añadida.
No con ellos, por favor, jamás; sino con la situación. Estoy con el poeta chileno y sacerdote José Miguel Ibáñez Langlois. Él no aplaudía a los padres que no daban la educación sexual: «Ay de vosotros padres que debierais / revelar lo sagrado con voces de plegaria / con ojos cristalinos con luz del paraíso». Así querría hacerlo yo, pero se nos adelantan con muy mala sombra. Con esos temas, que no son para niños tan pequeños, pero que les cuelan por todas partes: en la publicidad institucional de nuestras ciudades (pagada con nuestros impuestos), en la publicidad privada, en las canciones, en las películas de dibujos animados, etc. Al final, es un tema de conversación en sus grupos de amigos, y todavía tendríamos que estar contentos de que luego nos pregunten a su madre y a mí.
Pero no lo estoy, porque tampoco me gusta lo mucho que se hablan estas cosas entre los mayores. Salimos a cenar un puñado de matrimonios y terminamos hablando de lo que nos meten por los ojos. No era así antes. Esas cuestiones no se hablaban y mucho menos en público y jamás se diseccionaban. Yo he tenido, y tengo, un amigo que por sus libros sé que no es heterosexual, si me perdonan el palabro, pero con el que jamás, en casi treinta años de trato, hemos cruzado una palabra sobre la cuestión. No es extraño, porque tampoco hemos hablado de mi vida matrimonial. De él lo sé porque leo sus libros (con admiración), pero del resto de la humanidad ni sé ni me pregunto ni quiero que me lo cuenten, por favor.
Lo que inquieta a mis hijos es el tema político y de ingeniería social de nuestro tiempo y, sobre todo, del suyo. Normal que anden, aunque tan chiquititos, con la mosca tras la oreja
Y esta era mi postura hasta hace poco: una recalcitrante apuesta por estar en babia. Hasta que, a la entrada de la presentación de la plataforma NEOS, el filósofo Higinio Marín nos comentó a varios que la cuestión de la ideología de género no era una moda pasajera, que no había hecho más que empezar y que fuésemos apretándonos los cinturones, que vendrían curvas. Pensé en mis hijos.
Y, de golpe, recordé a mis abuelas. Les incomodaba mucho que yo, tan pequeño en la transición, tuviese un interés tan grande por la política. Preguntaba sin parar. A la materna, le parecía impertinente y a la paterna, imprudente. A cada una a su manera, la política, en general, y más en la boca de un niño, les parecía inoportuna. Exactamente como ahora a mí la ideología de género.
Sin embargo, es probable que entonces fuese uno de los temas candentes y, de hecho, de aquellos polvos, vienen muchos lodos de los que ahora tenemos encima. Si hacemos caso a Higinio Marín, que sabe siempre muy bien de lo que habla, lo que inquieta a mis hijos es el tema político y de ingeniería social de nuestro tiempo y, sobre todo, del suyo. Normal que anden, aunque tan chiquititos, los pobres, con la mosca tras la oreja.
De manera que he de dejarme de remilgos y arremangarme. Explicar la doctrina clara, sin irritaciones que puedan llevarme a no exponerla bien, con luz del paraíso que nos exigía Langlois, sin faltarle a nadie, pero sin permitir que a mis hijos se lo cuenten por otro lado ni antes ni distinto. Nos gustaría escogerlas, pero de las batallas culturales sólo eliges si las das o no.