Compartir es dar vida
En una de las crónicas que escribió el filósofo Gustave Thibon comentaba la tendencia que tenían ciertas personas a encadenar un viaje de ocio con otro y luego cansar a un auditorio compuesto de amigos y familia con el relato de sus vacaciones. De hecho, una pobre mujer expuesta a esos discursos se quejaba y suspiraba en unos términos parecidos: «Si por lo menos hablaran de Roma, de Venecia o de cualquier otro lugar que hubieran visitado, pero solo es: «Yo en Roma», «Yo en Venecia …»
Me vino esta anécdota a la cabeza en relación con las redes sociales y, en particular, con Instagram. Desde hace tiempo me deja perpleja el uso de la palabra compartir: comparto mis vacaciones, comparto la decoración de mi nuevo piso, el plato del restaurante donde como, la ropa que me pongo, y un largo etcétera. Últimamente, parece que las redes derrochan generosidad a través de esta supuesta motivación para compartir con el mundo entero. Volvamos a la realidad. Para llamar a las cosas por su nombre, eso parece, más bien, presumir o dar envidia… según la reacción que tiene el otro tras la pantalla.
Compartir duele tal y como ilustra el pelicano, animal mucho menos conocido como símbolo que el cordero, pero que también representa a Cristo
En Francia se dice que «la verdad sale de la boca de los niños». Pues preguntad a un niño pequeño si quiere compartir y lo más seguro es que la respuesta sea un rotundo no. Porque él sabe que compartir significa necesariamente que va a tener que privarse de algo para dejárselo al «amiguito» o al «hermanito»: un tiempo de juego con su coche preferido, su turno en el tobogán o la mitad del sándwich. Compartir no es fácil porque es querer al otro como a sí mismo. Implica una renuncia personal para el bien del prójimo. Es dar una parte de lo que uno detiene. No es un acto natural en el ser humano, implica un dolor y revela lo que cada uno es. Tengo dos hermanas y dos cuñados notarios y una de las tradiciones navideñas es contar las anécdotas del año que termina. No sé si muchos notarios tienen vena literaria, pero se podrían escribir verdaderas novelas trágicas sobre las relaciones familiares y esponsales a la hora de dividir los bienes. Compartir duele tal y como ilustra el pelicano, animal mucho menos conocido como símbolo que el cordero, pero que también representa a Cristo. Se empezó a utilizar este símil porque la leyenda decía que el pelicano era capaz de abrirse el pecho con el pico para nutrir a sus crías y de esta forma compartir la comida con ellas.
Con tanto sacrificio cabe preguntar ¿y qué se gana renunciando a lo que consideramos nuestro? Abrirse a una relación con el otro. Cuando se comparte casa o mesa es cuando se abren vías de diálogo y de encuentro que forjan las amistades, los amores y la fraternidad. Hace unos años escuché la historia de un protestante durante la Segunda Guerra Mundial que me dejó impactada. Este cristiano estaba preso en un campo de trabajo dirigido por los nazis. Los prisioneros podían recibir víveres por parte de sus familias. La mujer de este hombre, privándose ella y toda su familia, mandaba a su marido unas pastas cada vez que se podía. El jefe nazi del campo tenía mucha manía al hombre porque decía públicamente que era cristiano así que buscaba todas las ocasiones de ponerle a prueba. Le hacía servir en la mesa de los oficiales para que viese como se comían entre ellos todas esas pastas que le enviaba su esposa con tanto esfuerzo. Años después del final de la guerra, un día el militar nazi oyó que alguien llamaba a su puerta. Era aquel hombre al que tanto había humillado. El nazi se descompuso, pero aún más cuando aquel le dijo: «aquí he traído una caja de pastas de mi mujer para compartirla con usted y su familia». El oficial le hizo entrar en su casa y este día comenzó una amistad que culminó en la conversión de aquel hombre. A pocos días del 25 de diciembre, pido como deseo de Navidad ser capaz de compartir de esa manera.