Entrevista
Natalia Sanmartín: «La secularización en la Iglesia ha quebrado la correa de transmisión de la fe entre las generaciones»
Conversamos con la escritora y periodista Natalia Sanmartín Fenollera. «Estamos ya en una era postcristiana, vivimos en medio de una viña que ha sido asaltada desde dentro y desde fuera, una viña devastada»
Pocas personas no han oído hablar de El despertar de la señorita Prim (2013). Y quienes han leído esta novela se sorprenden de que su autora, la pontevedresa Natalia Sanmartín Fenollera (La Estrada, 1970), no haya hecho carrera literaria. Ha publicado otro libro, Un cuento de Navidad para Le Barroux, que narra cómo un niño pierde a su madre y le pregunta a Dios si la historia de Belén es verdad. Sanmartín no vive instalada en una producción de artículos repletos de teorías escolásticas, sino que trabaja en prensa económica. Su perspectiva está muy marcada por varias influencias: desde los Padres de la Iglesia, san John Henry Newman e intelectuales británicos, como Lewis, Knox o Chesterton, hasta John Senior —de hecho, gracias a ella se ha editado en España La restauración de la cultura cristiana—. Toda esta tradición ayuda a comprender la devoción y profundo respeto que siente por la espiritualidad benedictina y la liturgia celebrada con esmero, así como su pasión literaria y su interés en la lectura asidua de la Biblia. Por eso comenta: «La profundidad de la liturgia y del oficio divino nos enseña que el Dios tierno es también el Dios guerrero».
–En Un cuento de Navidad para Le Barroux y en El despertar de la señorita Prim usted nos habla, en cierto modo, de una especie de necesidad de salir del mundo o del ruido. ¿Hasta qué punto?
–Es cierto que esa idea está presente en las dos historias, aunque en el cuento de Navidad no es tanto un alejamiento geográfico como espiritual. Pero yo no diría que alejarse del mundo es una necesidad absoluta, como una especie de imperativo, y me parece que hay un cierto malentendido en algunas de las discusiones que ha habido sobre esta cuestión. Todas las decisiones que tienen que ver con el estado de vida son prudenciales, no existe un manual de instrucciones, sería más sencillo, pero no lo hay. Cualquier debate sobre si un cristiano hace bien o mal al tratar de llevar una vida lejos del mundo ha de tener en cuenta esto, que se trata de una cuestión de prudencia: habrá quien crea que debe y además pueda hacerlo, habrá quien no pueda, aunque le parezca un buen camino, y habrá quien llegue a la conclusión de que su sitio está en otro lugar. Cuando se acude a la Escritura para defender que el cristiano tiene que estar en medio del mundo, se suele citar el pasaje sobre la sal de la tierra, pero el problema de utilizar la Escritura para argumentar sobre este tipo de cuestiones es que es muy amplia y muy rica, y no se puede coger solo una parte. Porque el Evangelio dice también que nos sacudamos el polvo de las sandalias allí donde no se reciba la palabra de Dios. La Iglesia ha enseñado siempre que el cristiano debe tener una sana distancia con el mundo, vivir en él, pero no pertenecer a él, y eso es válido tanto si uno vive en el medio de una gran ciudad como si lo hace a los pies de un monasterio. Hay cristianos en el mundo y cristianos lejos de él, unos en las murallas y otros en la retaguardia, siempre ha sido así y creo que esa es la forma correcta de mirar este asunto. Pero a unos y a otros la Iglesia les dice lo mismo: sois hijos de Dios y eso significa que vivís en este mundo, pero no pertenecéis a él.
Hay también una cierta falta de realismo en quienes afirman que distanciarse del mundo para proteger la fe es un error
–Hay quienes consideran que el beatus ille no es más que un tópico literario.
–Es posible que en parte sea así, pero, formulado como lo hizo Horacio, creo que es bastante más que eso, es también una advertencia sobre los peligros que entraña el ansia de poder y de gobierno, sobre la soberbia del hombre que se concentra en el poder. Estoy de acuerdo en que se puede idealizar la vida tranquila y todavía más la vida rural, pero también se puede idealizar la vida en las grandes ciudades, el éxito profesional, la familia, el matrimonio e incluso la vida religiosa. Y en parte es bueno que sea así, esa idealización tiene una función, porque, si desde el principio se pudiesen contemplar las dificultades en toda su crudeza, jamás se escogería un camino. Pero me parece que hay también una cierta falta de realismo en quienes afirman que distanciarse del mundo para proteger la fe es un error o una deserción. Muchas de esas críticas parecen olvidar la secularización brutal que ha inundado el mundo, también el cristiano, que ha entrado en la Iglesia y que ha quebrado la correa de transmisión de la fe entre las generaciones. Es muy cristiano aspirar a ser sal en una tierra hostil a Dios, pero quizá haya que empezar primero por preguntarse qué ocurre dentro de nuestros muros, qué ocurre con la propia fe, la de los hijos o la de los nietos, hasta qué punto lo que creemos y transmitimos y lo que ellos han recibido se corresponde ya con la fe de los apóstoles, o es más bien lo que Lewis llamó cristianismo con agua. Y en último término, me parece que hay cosas indiscutibles: los frutos del desierto y de la contemplación cristiana siempre han sido grandes y profundos. No hay más que repasar la historia de la Iglesia para comprobarlo.
–Hace poco decía Pablo d’Ors que el silencio, más que ausencia de ruido, es la ausencia de ego. ¿Pero basta eso para que el silencio sea una puerta para escuchar a Dios?
–La ausencia de ego no es cualquier cosa, es un enorme fruto de santidad. Los padres del desierto mencionan siempre esto, la humildad y el silencio, y también hablan de la espera, de la paciencia. Cuando un joven acudía a ellos y les preguntaba cómo buscar a Dios en la oración, no respondían con métodos o ejercicios; enseñaban que la iniciativa es siempre de Dios, que la gracia que permite abrir el corazón y escuchar viene también de Dios, y que estamos todos, por decirlo así, en el lado exterior de la puerta, como mendigos ante el Paraíso. Esa es nuestra posición real, con nuestras debilidades y caídas, como lo que somos, una raza herida que un día grita hosanna y otro exige una crucifixión. La Escritura nos dice cosas hermosas y misteriosas, como que Dios habla como un susurro en la brisa, pero también dice que su voz despedaza los cedros del Líbano. A mí me impresiona mucho una sentencia de los padres del desierto que recomienda al joven monje rezar «solo ante el Solo».
–¿El criterio de todo lo anterior (silencio, aislamiento, huida del mundo, etc.) sería Dios?
–El criterio de un cristiano debe ser la búsqueda de la voluntad de Dios, que no es algo fácil. No soy del tipo providencialista, del tipo que ve con facilidad en cada cosa una señal de lo que Dios quiere o deja de querer; me parece que tratar de cumplir los mandamientos, levantarse cada vez que uno se cae y dar culto a Dios de la manera más alta y más sagrada posible es la forma de hacer su voluntad, todo lo demás es muy difícil de saber. Newman tiene una oración preciosa en la que le dice a Dios que no necesita que le muestre el horizonte, que le basta con que le guíe para poder dar un paso más hasta que la noche acabe y la mañana traiga la sonrisa de los ángeles.
–¿Hablamos hoy poco en la Iglesia de las Postrimerías (Muerte, Juicio, Cielo, Purgatorio, Infierno)?
–Sí, es cierto que se predica poco o prácticamente nada, que las homilías no hablan de que la vida en la tierra es milicia, como dice Job, y de que Dios nos ama, pero también se toma nuestra libertad en serio. Pero creo que no es solo una cuestión de predicación, sino también de la profundidad de la liturgia y del oficio divino, que nos enseña que el Dios tierno que intentó reunir a Israel como la gallina reúne bajo las alas a sus polluelos es también el Dios guerrero de los Ejércitos, y que nos lleva, ahora en Adviento, a un tiempo de penitencia antes de la alegría. La Iglesia enseña que creemos lo que rezamos, pero, mientras una liturgia milenaria dice que la muerte y la naturaleza «se asombrarán cuando todo lo creado resucite para responder ante su Juez», y nos hace decirle a Dios: «Tú, que absolviste a Magdalena y escuchaste la súplica del ladrón, concédeme a mí también esperanza», hay otra que describe en uno de sus prefacios un domingo sin ocaso en el que «la humanidad entera» entrará en el descanso.
–Una pregunta que, en cierto modo, ya hemos formulado hace poco a Rémi Brague y a Fabrice Hadjadj. ¿El mundo cristiano se está replegando ante la oleada secular de la postmodernidad? ¿Nos adentramos en una era postcristiana? ¿La Iglesia se verá recluida a guetos o catacumbas?
–Creo que estamos ya en una era postcristiana, que vivimos en medio de una viña que ha sido asaltada desde dentro y desde fuera, una viña devastada, como la llamó Dietrich Von Hildebrand en el libro que escribió en 1973. Pero no es una viña cualquiera, porque está protegida por una promesa irrompible, aunque no sepamos cómo se realizará ni si al final se parecerá a lo que conocemos. Comenzó siendo pequeña y se nos enseña que acabará siendo de nuevo pequeña, pero se la reconocerá porque conservará lo que ha guardado desde el principio: la fe de los apóstoles, la sacralidad de la liturgia y la memoria de los santos y los mártires.