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Autos de Navidad

Si Dios se hace hombre, el hombre sabe que debe acogerlo como uno de ellos. No sólo llevan obsequios, sino que se sienten transformados

¿No les ha pasado a ustedes que, cuando están a punto de sentarse a la mesa de Nochebuena, con la mejor disposición de buena voluntad y de paz, les asalta el temor de que afloren entre los comensales las rencillas de siempre, que parecen agazapadas para saltar, justo, este día? Y ahora más con las vacunas. Por más bien avenidas que estén las familias, siempre estamos con el ay en el corazón por la reacción del suegro, la cuñada, el sobrino difícil o, quién sabe, por nosotros mismos. La Navidad, ¿la fiesta de la paz? Sí, precisamente porque de una u otra manera estamos siempre en guerra.

Desde hace años encuentro un gran consuelo en reabrir estos días algunas de aquellas églogas que, en los tiempos de los Reyes Católicos, quisieron representar el Nacimiento de Jesús desde la perspectiva de los pastores. Antes de que la nueva ley de Educación logre arrebatárselos por completo a nuestros hijos, transmitamos los nombres de Juan del Encina, Lucas Fernández o Gil Vicente. Sus autos navideños, creados al amparo de nobles castellanos y reyes portugueses, mantienen con la frescura de sus versos los secretos de una personalidad histórica y social que parecemos empeñados en deshacer.

En los pastores de estas representaciones, caracterizados por el humorismo realista de su lengua sayaguesa, se acrisola una tradición que funde la bucólica virgiliana con la imponente sencillez de la métrica cancioneril del cuatrocientos. A cualquier amante de la poesía, no debiera deja de fascinarle la maravilla de los pies quebrados con que todos esos pastores ritmaban sus dudas bienhumoradas y sus contenidas angustias. Bien puede decirse que en sus diálogos, como en sus simpáticos villancicos finales, a los que los que los músicos Encina y Fernández no privaban de melodía y baile, resuena la intuición que Gaston Bachelard tallaba con la forma casi de un aforismo: «La poesía pone al lenguaje en estado de emergencia». ¿No lo está acaso en el Auto pastoril castellano cuando el pastor Gil se despide de la Virgen María con esta chanzoneta: «Zagala sancta, bendita, / graciosa y morenita, / nuestro ganado visita / que ningún mal no le venga».

Más allá de la densidad teológica con que se recubre la concepción dramática, autores y espectadores no sólo celebran en ella una festividad, sino que procuran vivirla

Si la advertencia de Virgilio de que «ya ha llegado la última edad que anunció la profecía de Cumas» fue interpretada por San Agustín como el quicio en que las puertas de la ciudad terrena entreabrían las jambas de la ciudad de Dios, ¿debería extrañar que Gil Vicente presentase en el Auto de la sibila Casandra a Salomón queriendo casarse con la reticente hija de Tiresias? La profetisa habría creído bastarse a sí misma para concebir un hijo. Aunque se rinda a la vista de María, los argumentos que emplea conservan una abrasadora actualidad.

Como ocurre también en los autos de Navidad de Lucas Fernández, al llegar al pesebre, los pastores se maravillan al tiempo que se apiadan de lo que contemplan. Si Dios se hace hombre, el hombre sabe que debe acogerlo como uno de ellos. No sólo llevan obsequios, sino que se sienten transformados. No es raro que alguno lamente no haber llevado otra zamarra para cubrir al Niño aterido. El sentido de inmediatez que cobra la acción representada coincide de un modo misterioso, poético y escatológico, con el aquí y ahora de su representación. Más allá de la densidad teológica con que se recubre la concepción dramática, autores y espectadores no sólo celebran en ella una festividad, sino que procuran vivirla.

Pero a ese entusiasmo carismático se llega a través de la «cena de Navidad». Otra vez, ay. Sin grandes pretensiones, nuestros autores supieron explorar las llagas de las tensiones subjetivas y los enfrentamientos larvados que recorren las reuniones humanas, siempre a punto de explotar. En Encina el pastor Juan suele quejarse de las envidias que le acorralan o de la mala climatología que asuela su tierra, como en la Égloga de las grandes lluvias. Un personaje de Fernández amenaza con tirarse terraplén abajo si no le dejan anunciar la aparición. El propio Gil debe concluir el Auto pastoril castellano con una respuesta que detenga el sarcasmo de Bras cuando lo califica de «lletrudo encaramillado»: «Cantemos con alegría: / que en esso después se hablará». El anuncio del ángel llega, gracias a Dios, a tiempo de despertar el deseo de poner paz e inaugurar una nueva época.

Pese a las inclemencias, estos pastores jamás renuncian a comer reunidos, como si entre juegos y discusiones se encontrasen en un impasse del que sólo pudiera sacarlos el mensaje del nacimiento de un rey celestial envuelto pobremente en un portal. Entre villancicos y peladillas, antes que llueva más, quizás el pastor Juan también se esté dirigiendo hoy a nosotros: «Ora no nos detengamos, / cada qual, si le pruguiere, / lleve lo más que pudiere / por que mejor le sirvamos». Nos alcanzará entonces, ojalá, una ¡feliz Navidad!