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Julio Llorente
Dichosos titubeos

Carne trémula por ti

En realidad, desde la Encarnación, desde que el Eterno irrumpió en el drama de la historia, no hay auténtico sufrimiento. No, ya no

Actualizada 04:53

Piensa en alguna desgracia que te haya sobrevenido recientemente: la muerte de un familiar cercano, la ruptura con una chica que ahora es feliz sin ti, un contratiempo laboral. Qué molesto es que el tráfago del mundo continúe sin más, ajeno a tu sufrimiento. Que el frutero siga vendiendo su fruta, que aquella anciana haga una operación en el cajero automático, que el mirlo cante una belleza a la que hoy tú, tan triste, eres insensible. Te dan ganas de gritarles que dejen de hacerlo: «¿¡No veis que estoy sufriendo!?». Pero, en realidad, tu dolor es el de tantos otros; eres uno de los muchísimos yoes que sufren en un mundo desgarrado. ¿Que hoy se ha muerto tu padre? Como el de otras mil personas. ¿Que tu novia te ha dejado? Bueno, oye, como al mejor amigo de mi primo, pobre. ¿Que te han despedido? Bienvenido al club de los tres millones y medio a los que también.

Ocurre igual incluso con tus amigos y tus familiares: los primeros días, con la herida abierta, ellos están a la altura de las circunstancias. Te escuchan abnegadamente, se afanan en trocar tus lágrimas en sonrisas y te preguntan «¿qué tal?» aunque sepan de sobra que estás hecho una mierda (o quizá, quién sabe, te lo pregunten precisamente por eso). El problema es que transcurre el tiempo, las magulladuras van cicatrizando y tus amigos ya no te preguntan con tanta frecuencia porque entienden que no hace falta. A ti te gustaría decirles que sigues sufriendo, que los necesitas tanto como el primer día, pero intuyes oscuramente que así deben ser las cosas y, además, te aguijonea una punzada de remordimiento: «Ellos tendrán sus propios problemas y tú –frankly, my dear– no eres el centro del mundo». Culpable, concluyes que estás afectado por una inmadurez adolescente y que deberías afrontar tus problemas solo, como un hombre.

Desde la Encarnación, la soledad es un espejismo

Quien me conozca estará pensando que qué artículo tan triste para Julio Llorente y quien no (¡qué suerte!) estará pensando que qué artículo tan triste para la semana navideña, en la que sólo caben sonrisas, brindis y albricias. Yo niego la mayor y añado que tiene más que ver con la Navidad de lo que parece. Dios se ha hecho hombre para participar de tus alegrías, por supuesto, pero fundamentalmente de tu miseria, precariedad, sufrimiento. Desde la Encarnación, la soledad es un espejismo. Cristo, que conoce mejor que tú la fuente de tu dolor, te acompaña en cada trance y hasta tus lágrimas las tiene contadas. Para Él, oh, sí eres el centro del universo. Cómo se parece a ese amigo que no te ha defraudado nunca, a ese otro al que le confiarías tus secretos más íntimos a las horas más intempestivas. Cuando estés a punto de desfallecer, o cuando un velo opaco se interponga entre los rayos del sol y el mundo que te rodea, sólo tienes que cobijarte en Él: su luz, más intensa que la de cualquier astro, perfora las sombras más oscuras. Desde la Encarnación, digo, tenemos muchos motivos para cantar alegres el salmo 23:

Aunque atraviese cañadas oscuras,

ningún mal temeré:

porque Tú estás conmigo;

tu vara y tu cayado me sostienen.

«Tú estás conmigo»… en realidad, desde la Encarnación, desde que el Eterno irrumpió en el drama de la historia, no hay auténtico sufrimiento. No, ya no. El dolor, la pena, el luto se transforman naturalmente en una alegre gratitud cuando caes en la cuenta de que Dios sufre contigo, de que el Verbo, en su omnipotencia, se ha hecho carne trémula por ti, que tan insignificante te creías.

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