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Sólo Cristo libera de la prisión identitaria

Los incendios y saqueos ante las cámaras pueden ser borrados de la memoria colectiva. Un matón puede convertirse en un mártir. Y un joven ingenuo puede convertirse en un comando supremacista blanco

Se ha convertido ya casi en un dicho popular: «No es el qué, es el quién». Hechos muy similares, e incluso exactamente iguales, son tratados de forma completamente diferente en función de quién sea su protagonista. Los hechos pasan a un plano secundario, lo que se juzga es al sujeto: si éste pertenece al colectivo adecuado puede estar tranquilo… pero si no, que se prepare a apechugar con las consecuencias. Lo llaman «políticas de identidad» y está corroyendo nuestras sociedades a velocidades de vértigo.

Lo que se valora ahora es el colectivo al que perteneces: si puedes presentar tus credenciales de miembro de un colectivo victimizado tienes carta blanca. Y a la inversa. Los ejemplos abundan. En el reciente juicio contra Kyle Rittenhouse, el chico que disparó en defensa propia contra tres hombres, matando a dos de ellos, durante los disturbios ocasionados por Black Lives Matter en Kenosha, Wisconsin. Rittenhouse tuvo la «suerte» de que quienes le atacaron, además de tener antecedentes e ir armados, eran blancos. La sentencia del pasado 19 de noviembre le declaró inocente, pero muchos se preguntaron si habría sido igual si los fallecidos hubieran sido negros.

Los cortocircuitos lógicos de este mecanismo aparecen por doquier. No hace mucho un diario planteaba la siguiente encuesta: «¿Deben los no vacunados asumir el gasto sanitario si enferman?». Miguel Ángel Quintana Paz respondía con otra pregunta que evidenciaba que también en aspectos sanitarios ya no es el qué, sino el quién: «¿Deben los fumadores pagarse su cáncer de pulmón?».

En un mundo en el que las identidades son más importantes que las personas nada de esto es de extrañar

Pero volviendo al caso Rittenhouse, probablemente lo más revelador fue el modo en que los medios de mayor alcance abordaron el asunto. Empezando por el anuncio, de inmediato, de que Rittenhouse era un «supremacista blanco» (supuestamente son tantos en los Estados Unidos que no puedes ir a la esquina sin toparte con varios) que había atacado deliberadamente a inofensivos manifestantes de BLM. Ciertamente, el «relato» quedaba debilitado por el hecho de que los fallecidos fueran blancos (en España algún medio insistía en titular, llevándole la contraria a la realidad así: «Kyle Rittenhouse, el presunto asesino de 17 años que mató a dos manifestantes negros en las protestas de Kenosha»), pero se encontró una solución: calificar a los fallecidos de «manifestantes antirracistas» y no entrar en más detalles. Todo sea por el «relato». Eran los mismos medios que, en un vídeo que ha pasado a la historia, informaban en directo de las «manifestaciones pacíficas» mientras detrás del locutor se estaban produciendo violentos destrozos.

En un mundo en el que las identidades son más importantes que las personas nada de esto es de extrañar. Como escribía Douglas Murray al respecto en The Spectator, «en estos casos cualquiera puede ser lo que uno quiera que sea. Pedófilos condenados, armados con pistolas, que acechaban por Kenosha amenazando con disparar a la gente pueden convertirse en «manifestantes pacíficos». Los blancos pueden convertirse en negros. Los incendios y saqueos ante las cámaras pueden ser borrados de la memoria colectiva. Un matón puede convertirse en un mártir. Y un joven ingenuo puede convertirse en un comando supremacista blanco».

En realidad, como casi siempre, no se trata de nada nuevo. Hemos visto ya este mecanismo en funcionamiento, por poner algunos ejemplos, durante las revoluciones francesa y rusa, en la propaganda antiespañola durante la guerra de Cuba, en las dos guerras mundiales… los medios distorsionan la realidad para presentar un «relato» que oriente la ira popular hacia quién convenga. Hoy la diferencia no es cualitativa, pero los medios con los que ahora se puede conformar la opinión pública son de una potencia aterradora. La capacidad de linchamiento mediático alcanza así, en nuestros días, una potencia nunca vista.

Un panorama donde la lógica salta por los aires, sacrificada en el altar del «relato»

Hace ya tiempo que el hombre occidental se empeña en construir un mundo sin Dios, sin ninguna referencia que le trascienda y limite, un experimento que, como nos recordaba Finkielkraut, es inédito en la historia de la humanidad. ¿Cómo iba a ser ese mundo, cuáles serían sus rasgos? Nos han prometido variadas versiones de paraísos en la tierra, pero nos encontramos, una y otra vez, en escenarios distópicos. Aquí hemos señalado solo un par de aspectos: la omnipresente manipulación mediática de las pasiones y la consideración del valor de los actos en función del colectivo al que pertenece el sujeto. Un panorama, también lo veíamos, donde la lógica salta por los aires, sacrificada en el altar del «relato» (y en el que, una vez más, y no por casualidad, aparece la Iglesia católica como el último bastión de la razón).

Lennon nos invitaba a imaginar un mundo sin religión: ya está aquí y es un mundo en el que, como ya sucedía en la Antigüedad, cada persona, por sí misma, vale muy poco. Como en el sistema de castas indio, en esta nueva y posmoderna versión prevalece el colectivo al que uno pertenece (o, en su versión actual, con el que uno se identifica). Un mundo asfixiante e injusto en el que los seres humanos viven atrapados en la prisión de sus identidades.

Solamente un paso atrás para mirar a cada rostro, como Cristo hizo y nos enseñó, contemplando a cada persona, única, irrepetible y que podemos llamar hermana en un Dios que nos ha creado y redimido, con independencia del colectivo al que pertenece, podrá liberarnos de la prisión de las identidades. 

  • Jorge Soley es economista, autor del libro 'La historia de los Estados Unidos como jamás te la habían contado'