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El regalo del «No» por Navidad

Dentro de la tradición jamás he oído que los Reyes se volvieran locos por ofrecer semejantes regalos a quien no tenía ni un lugar adecuado para nacer, sino que tuvo que hacerlo en un pesebre

En estas fechas en las que celebramos el acontecimiento que cambia el mundo, en las que hacemos propósitos para intentar mejorar, y ser mejores, de cara a los tiempos más inmediatos (y no sé lo que esos propósitos perduran en el tiempo), en los que se recuerda el espíritu de la Navidad (no de las fiestas o de las vacaciones) para dejar de mirarse uno mismo y mirar al otro, en estas fechas sería absurdo no reconocer que incluso en el mejor de los casos, uno se siente también invadido, o al menos influido, por un ambiente que arrastra hacia el consumo quizá un poquito desmedido.

No sé si por propia justificación, tal vez un poco, además de por convicción, más allá de los extremos y de los excesos de las posturas más enfrentadas, creo que en realidad la virtud, como decía el filósofo, está en el justo medio.

Además, quienes seguimos con la tradición de la celebración del día de Reyes, no dejamos de recordar cómo aquellos tres sabios fueron a ofrecerle sus regalos al Niño Dios. Y le ofrecieron nada menos que oro, incienso y mirra. Dentro de la tradición jamás he oído que los Reyes se volvieran locos por ofrecer semejantes regalos a quien no tenía ni un lugar adecuado para nacer, sino que tuvo que hacerlo en un pesebre.

Más allá del obsequio en sí, regalamos tiempo, regalamos el pensar en el otro, regalamos el estar con los demás y compartir con ellos una alegría que no es impostada sino que nace del corazón

Bien en Navidad, bien en Reyes, nosotros seguimos ofreciendo nuestros regalos a quienes tenemos más cerca y a quienes más queremos. Regalamos cosas muy distintas, pensamos en las personas a quienes les regalamos, para encontrar cosas que sean de su agrado. Pero siempre he pensado que más allá del obsequio en sí, regalamos tiempo, regalamos el pensar en el otro, regalamos el estar con los demás y compartir con ellos una alegría que no es impostada sino que verdaderamente nace del corazón, entre otras cosas porque es Navidad.

Este año hemos podido ver, junto con un consumismo excesivo, una reacción en la que hay quien aconseja, ya que no puede reclamar, que en las casas donde hay pequeños, que no entren catálogos de juguetes para que ellos pidan en sus cartas, que no haya pantallas entre los regalos, y prácticamente que haya más juegos que juguetes, más libros que juguetes y a ser posible que los juguetes no estén en ningún catálogo.

Dentro de ese justo medio, no puedo dejar de pensar en un regalo que solo los padres, y no los Reyes, pueden hacer y que a mí entender se vuelve cada vez más necesario. El regalo del no. Un no que no es sistemático, sino que es selectivo y razonado. Un no que no es cerrazón, sino que es educativo y que ayuda a los niños a crecer, a esforzarse, a entender y, en definitiva, a ser más libres.

No me sorprende que los niños lo pidan todo, lo quieran todo y lo quieran ahora. Es prácticamente consustancial a ser niño. Y no solo. En cierto sentido yo, a mi edad, lo sigo queriendo todo. Aspiro a todo (bondad, cariño, felicidad, bienestar, desarrollo…). Pero sé que luego las cosas vienen como vienen. Y que desde luego sin esfuerzo, trabajo, dedicación, cuidado, constancia… es imposible ni siquiera aproximarse a ello. Y eso se aprende poco a poco.

Deberíamos aprender el valor inmenso que tiene un «no» a tiempo dicho con cariño y en su justa medida

Por eso, dentro de todos los regalos que reciben los niños, uno que debe ser especialmente cuidado, pensado y regalado es el no de sus padres. Para que, con naturalidad, vayan aprendiendo que uno no siempre gana, que no todo es suyo, que no siempre se salen con la suya, que el mero deseo no implica la satisfacción del mismo, ni la obligación de los demás de plegarse a él, y que el capricho -y el berrinche- no dan el resultado previsto.

En buena medida en eso consiste la educación y el cariño y gracias a ese «no», los niños aprenden a convivir, a crecer, a compartir, a ser educados, a practicar distintas virtudes. En su justa medida. No se puede educar negando todo. Pero no hay peor manera de educar (o mejor de maleducar) que concediendo todo. Porque la vida no es así en ningún caso. Cuántas veces vemos que en un sentido equivocado de lo que es el querer a la gente, o peor aún, por no querer causar una mala impresión (en adultos y en pequeños) concedemos, y asentimos, y en su caso sobreprotegemos. Con unas consecuencias cada vez peores para la persona y para la sociedad.

En estos días en que los regalos proliferan deberíamos aprender el valor inmenso que tiene un «no» a tiempo. Con cariño y en su justa medida, y explicándolo, si es que hay que hacerlo. Sabiendo decirlo y sabiendo aceptarlo. Pero sabiendo también que ese regalo les hará, nos hará, más fuertes y mejores.