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Elogio de la juerga

Anda mucha gente cabizbaja porque se están cancelando fiestas de Nochevieja. No les falta razón. En primer lugar, las celebraciones de Año Nuevo son una fuente de ingresos importantes para un sector tan castigado por la pandemia y por las restricciones como la hostelería y, más en general, el ocio nocturno. Además, la última noche del año es la más profana de las fiestas de estos días. A diferencia de la Navidad y de los Reyes -la Epifanía- el paso del 31 de diciembre al 1 de enero conserva ese sedimento dionisíaco que nos remonta a la antigüedad pagana. De ahí venimos, en fin: de esa prodigiosa combinación de Jerusalén, Atenas y Roma. Por eso, a poco que se nos rasque, aflora el juerguista que todos llevamos dentro. En España, donde todo se perdona menos ser un aguafiestas, ya van muchas cancelaciones de farras que prometían ser memorables.

Toda la historia de Occidente se ha construido, desde sus orígenes, sobre los cimientos sólidos de cenas, banquetes y bailes. La Escritura está llena de textos que invitan a cantar y tocar instrumentos. En las Bodas de Caná se simboliza todo el relato de la Redención: «haced lo que Él os diga». Si uno se pierde la boda, lo mismo se queda sin consejo y ahí sí se acabó todo. Cierta apertura a la fraternidad, a la camaradería, a la tribu, es necesaria para salvarse en el marasmo del mundo. Quizás por eso, nos apasionan las verbenas, las parrilladas, las paelladas, las pancetadas y todo lo que suponga comer, beber y agarrarse. Ya se lo dijo Pablo Sandoval (Guillermo Francella) a Benjamín Espósito (Ricardo Darín) en «El secreto de sus ojos» (Campanella, 2009): «el tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de dios. Pero hay una cosa que no puede cambiar: de pasión».

El rito de paso que Nochevieja supone simboliza el comienzo de una vida nueva, el advenimiento de la luz

Tal vez nos gusten tanto porque la fiesta simboliza, para la mayoría de sus participantes, lo improductivo. Rodeados de aplicaciones, dispositivos y técnicas de gestión -ya se habla incluso de autogestionar el contagio- la pista de baile, la barra libre y el reguetón a todo trapo son un valladar tras el que guarecerse. No importa si estamos festejando una victoria de nuestro equipo de fútbol o que seguimos un año más con vida. Lo relevante es que ese tiempo es radicalmente humano, es decir, nuestro. Se lo hemos hurtado a la ética de la producción, a la gestión de resultados, a la consecución de objetivos, al cronómetro y todos los sistemas que nos llevan alienando desde los orígenes de la Modernidad. La fiesta nos permite regresar al bosque, mejor dicho, a la emboscadura de Jünger cuyos habitantes lucen una divisa: «aquí y ahora». De ahí a la épica, a la mística y a la renovación de la vida hay un paso.

Naturalmente, no todo desparrame es necesariamente multitudinario. Hay juergas flamencas inolvidables que empezaron casi por casualidad cuando alguien tomó una guitarra y otro se arrancó por bulerías. De hecho, si uno la planifica, probablemente no salga tan bien la cosa. El follón debe evolucionar hasta cobrar vida propia como en «El guateque» (1968), la maravillosa comedia de Blake Edwards que termina con un grupo de músicos rusos empapados y un elefante en una piscina. Lo más importante no es el número, sino la fraternidad.

Esto es lo que el coronavirus amenaza con arrebatarnos. He aquí la pérdida que nos duele y nos desgarra. El rito de paso que Nochevieja supone simboliza el comienzo de una vida nueva, el advenimiento de la luz de los días cada vez más largos, la promesa de que todo empieza de nuevo. Quién sabe si, entre los obreros de la última hora que llegaron a la viña del pasaje evangélico, no habría alguno que se durmió por haber estado la noche anterior en alguna taberna. También para esos, para los juerguistas, vino el Señor, que hace nuevas todas las cosas.

Feliz 2022.