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Renovación

Este carácter ambivalente de los rituales en los que proyectamos nuestra necesidad de acogida no llega a ser apreciado por un mundo que ha revestido la idea de tradición de gruesas connotaciones oscurantistas

Escribe San Agustín: «Así pues, envejece el hombre y se cubre de achaques; envejece el mundo y se cubre de tribulaciones». Sin duda, conoce bien de lo que habla. El mundo en que le ha tocado vivir es el de la Roma que exhala sus últimos estertores. Mientras el imperio se desmorona, San Agustín constata el gráfico paralelismo entre una época exhausta y un cuerpo del que el flujo de la vida se escapa a borbotones. El miedo y la inseguridad que infunde la vivencia del agotamiento son la divisa de su siglo. ¿Cómo no identificarnos con él? ¿Acaso no nos hemos detenido a contemplar, en infinidad de ocasiones, el rostro de este momento concreto de la historia, desencajado por el cansancio y el temor, y sobre el que la incertidumbre ante un futuro del que somos incapaces de anticipar sus perfiles ha dejado impreso un peculiar aire de extravío?

Hay bullicio a nuestro alrededor, portentosos decorados, dispositivos que nos inoculan el placebo de una fantasía bajo cuyo hechizo vivimos subyugados. Deslumbrantes trampantojos que, sin embargo, no alcanzan a disipar los signos que la fatiga irradia desde la médula del tiempo. Bajo esta pirotecnia narcotizante, bajo las promesas, siempre desmentidas, de un paraíso inminente, asoman los indicios de un escepticismo sin esperanza que vemos manifiestarse a través del fragor de una discordia perpetua. En el seno de la dinámica de cambio incesante en que se acaba instalando la existencia, toda novedad surge bajo la marca de su extinción cercana. Relaciones, creencias, opiniones, objetos: nada parece creado para durar. La propensión a dejarnos seducir por este vértigo embrutecedor descompone, antes de que tengan oportunidad de consolidarse, nuestras lealtades más incipientes. El sosiego que requiere la maduración de los lazos que dotan de contenido a la vida se malogra por culpa de nuestro sometimiento al espíritu de agitación que domina la época. Es en esta carencia de reposo donde se localiza, muy probablemente, el origen de algunas de las más angustiosas pesadillas que atormentan al individuo de hoy.

Para la mentalidad dominante, que rinde culto a sus propios dioses inmanentes, sólo el hilo lineal de la historia, su proceso de avances en apariencia sin término, puede servir como cauce de realización de las aspiraciones humanas

Pero en lo hondo de nuestro ser se halla inscrita la necesidad de un techo bajo el que cobijarnos. Tal refugio, si lo pretendemos sólido, no se improvisa únicamente con los materiales del momento. Su arquitectura se alza sobre los cimientos de la herencia recibida. En su configuración interviene una mezcla armoniosa de elementos nuevos y antiguos, una feliz síntesis de la savia revitalizante de la innovación y de ciertos materiales resistentes a la tenaz erosión de los años. Este carácter ambivalente de los rituales en los que proyectamos nuestra necesidad de acogida no llega a ser apreciado, sin embargo, por un mundo que ha revestido la idea de tradición de gruesas connotaciones oscurantistas. Para la mentalidad dominante, que rinde culto a sus propios dioses inmanentes, sólo el hilo lineal de la historia, su proceso de avances en apariencia sin término, puede servir como cauce de realización de las aspiraciones humanas.

Pese al esfuerzo de los actuales amos de la historia por desarraigar al hombre de sus creencias más íntimas, todavía persiste la constancia de que las celebraciones litúrgicas –aun cuando admitamos el paulatino debilitamiento de su presencia efectiva entre nosotros- inyectan en el nervio de una época agotada un cierto impulso de renovación. A través de su invitación a sumergirnos en la acogedora matriz de un tiempo cíclico, nos instan a abrir un paréntesis de recogimiento en mitad del habitual ajetreo mundano y a escrutar el interior de cada uno de nosotros con el propósito de hallar entre los recovecos de nuestra conciencia un incentivo de apertura a los demás. Restauran nuestra maltrecha confianza en la bondad innata de lo creado. Nos proveen de un sentido de regularidad y pertenencia en medio del desbarajuste masivo de una sociedad que, con idéntica frecuencia con que clama justamente por una mejora de las condiciones materiales de vida, desdeña las heridas que unas existencias tantas veces forzadas a desarrollarse en los bordes mismos de la desesperación le infligen al espíritu. Constituyen, en definitiva, un bálsamo reparador contra el abatimiento que destilan los modos de vida característicos de nuestra sociedad, aquellos que, en la medida en que fomentan el culto a la desmesura de nuestro yo, nos condenan también a un laberinto de soledad, egoísmo y alienación.

Lo acontecido hace más de dos mil años en aquel portal sucio y destartalado nos insta a celebrar que, en la economía de la redención, cada día se abre, la posibilidad de un nuevo comienzo

Su alcance, con todo, va más allá de lo expuesto hasta este punto. Al situar en el origen de su calendario litúrgico el nacimiento de un Niño cuya vida está llamada a convulsionar la historia, el cristianismo trasciende, hasta los límites del escándalo, cualquier hipótesis que trate de confinar este acontecimiento único en el ámbito de la memoria ingenua de la infancia. La fuerza implícita al relato de lo acontecido en Belén no admite comparación con ninguna fábula edificante. No nos propone tan sólo una mera forma de consuelo, ni se justifica exclusivamente por la necesidad de seguir incentivando la creencia de que persiste un precario vestigio de luz en mitad del océano cotidiano de injusticia y dolor que nos asedia. Es todo eso y, a la vez, representa lo que Claudio Magris definió de modo insuperable como «un momento fundador de la existencia». En el extremo opuesto a los achaques de un mundo que tantas veces da la impresión de caérsenos de viejo, la memoria de lo acontecido hace más de dos mil años en aquel portal sucio y destartalado nos insta a celebrar que, en la economía de la redención, cada día se abre, para cada uno de nosotros y de manera tan gratuita como misteriosa, a la posibilidad de un nuevo comienzo.