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¿Qué belleza salvará al mundo?

La belleza no nos encorva en nosotros mismos, nos pone en relación. Y refulge más con el amor que con la proporción y la armonía de las formas

Sentado en un despacho del INGEMM, oí al genetista enumerar algunas características generales del síndrome de mi hijo recién nacido: retraso mental, retraso psico-motor y de crecimiento, epilepsia, malformaciones congénitas, etc. y entonces, sin variar el tono neutro, entre lo solemne y la información meteorológica del hombre del tiempo soltó:

–Y cuando crecen son muy feos. Ahora si puede rellenarme este formulario…

No pude disimular la sonrisa ante semejante salto epistemológico, y por poco le espeto:

–Según el canon de Apolo, que no es el más elevado. Pero entonces el ridículo de aquella situación hubiera dejado perplejo al señor científico; además, no había malicia en su comentario y por mi parte, tenía muchas preguntas urgentes y más importantes que aquella matización estético-teológica.

La belleza no necesariamente salva

Todos los años desde hace ya bastante tiempo me encuentro con entusiastas defensores de una frase que Dostoievski nunca dijo: «La belleza salvará al mundo». Tengo la impresión de que esta frase significa cosas distintas para cada uno de sus apóstoles, pero todavía nadie me ha aclarado qué quiere decir. La frase es de Dostoievski indirectamente: pertenece al príncipe Mishkin, protagonista de El idiota, aunque nunca aparece así formulada en la novela, sino que lo sabemos porque otros personajes se la atribuyen. Aparece por primera vez en boca del joven Ippolit, un enfermo tísico transido por el dolor y la pobreza, que desprende sufrimiento y rencor. La idea, por tanto, de una belleza que salva empieza siendo arrojada como una burla del desesperado Ippolit a Mishkin. Sin embargo, detrás del cinismo de Ippolit se esconde un anhelo que el joven no puede reprimir y que toma forma en una pregunta, más luminosa y clara que la supuesta frase del príncipe: «¿Qué clase de belleza es la que salvará al mundo?»

Esta pregunta es, a mi modo de ver, mucho más interesante que la frase-respuesta que tanto entusiasma a algunos. Implica que la belleza no necesariamente salva. Una idea que el mismo Dostoievski trabajó, con personajes que, eufóricos, se precipitan hacia el abismo atraídos por cosas que brillan.

Más cercano en el tiempo, tenemos el ejemplo de Jep Gambardella, protagonista de La Gran Belleza (Sorrentino, 2013). Este crítico de arte nos muestra la trampa de la belleza, su capacidad para embriagar y encerrar al hombre en sí mismo, en su mismo sentir, deslumbrado por su propia capacidad de vibrar y su sutil mirar pero ajeno, al fin y al cabo, a lo que tiene delante. Como aquel personaje de Kierkegaard, enamorado no de la joven a la que escribe poemas sino de su propio enamoramiento.

Ocho meses de vida, y la mirada perdida, movimientos espásticos, falta de reacción ante los sonidos, las luces...

¿Es la misma belleza la que persigue Jep y aquella por la que pregunta Ippolit? ¿Qué belleza salvará al mundo?

Después de unos intensos meses de hospitalización por fin lo teníamos en casa. En el hospital le hablábamos, jugábamos con él, le cantábamos. Lo mismo hicimos después. Lo que habíamos hecho con otros hijos, no sabíamos hacer de otra manera. Nada, con embargo, parecía cruzar el puente entre nosotros y él. Ocho meses de vida, y la mirada perdida; movimientos espásticos, falta de reacción ante los sonidos, las luces. Y entonces ocurrió. Después del baño, un juego repetitivo y sencillo, su nombre, mi nombre, le toco la cabeza, me toco la cabeza. Una, dos, tres, cuatro veces. Cinco, seis, siete, dieciocho. Una risa. ¿O me pareció a mí? Venga, tú eres Juan, yo, papá. Otra risa, y así tres veces seguidas. Luego, de vuelta se sumerge en la bruma, en la dormición del espíritu. Pero no importa. Grité a mi mujer, intenté explicarle lo que había pasado, pero no acertaba con las palabras ni el orden entre ellas. Luego volví a quedarme solo con Juan, y supe que estaba rezando cuando no podía ver bien por las lágrimas que me bañaban la cara. A medio camino entre una experiencia estética y otra cosa, recuerdo que caí en la cuenta de mi propia oscuridad y fealdad, una suerte de anonadamiento ante aquella belleza que Juan había simplemente dejado salir, como si se hubiera limitado a abrir una ventana. Es Dios que viene. Algo así fue aquello, si pudiera simplificarse en una frase. Rilke lo dice en imperativo: «Debes cambiar tu vida».

Desde entonces es así como entiendo aquella belleza que salva, que no te extravía, sino que viene a rescatarte. Tiene que ver con el don que se te da y el don que consiste en poder acoger eso otro, eso santo; tiene que ver con la `mera´ presencia de las cosas, con el esplendor que te sale al encuentro desde la otra orilla y que viene, eso sí, con un mensaje abrumador que quiebra tu soledad.

La palabra presente significa primordialmente un pleno estar, pero también la usamos para expresar un regalo. La belleza nos pone entre esos dos polos. No nos encorva en nosotros mismos sino que nos pone en relación, refulgiendo más con el amor que con la proporción y la armonía de las formas.