Moral relativa
Suele decirse que nunca ha sido tan difícil como hoy –cuando se legaliza el vicio y se persigue la virtud– obrar bien, pero yo tiendo a pensar al revés. Las cosas están tan mal que es muy fácil, por contraste, hacer el bien
Hace días escribí un artículo en el que celebraba que, a pesar de la tentación del móvil, siga habiendo adolescentes que se juntan para reír, beber, fumar, y mi celebración escandalizó a un lector que me recordó amablemente la normativa referida al consumo de alcohol y de tabaco entre menores de dieciocho años. Si bien no me gusta que me contradigan –el amor propio, ay–, lo cierto es que agradecí el comentario: primero, porque es una maravilla saber que a uno le leen personas de todos los credos, incluso del puritano; segundo, porque siempre está bien que me recuerden la legislación vigente, por si acaso; y tercero, porque no tenía tema para este artículo y aquí estoy ahora, con la estilográfica en la mano derecha y el cigarro en la izquierda.
Conste en acta que comprendo la objeción del lector. No parece recomendable que los chicos de quince o dieciséis años fumen o consuman bebidas espirituosas: el alcohol y el tabaco son bienes que exigen cierta responsabilidad a quien los disfruta, y al adolescente puede definírsele sin titubeos como esa persona que ha hecho una apuesta consciente por su antónimo, la irresponsabilidad. En cualquier caso, por mucho que la entienda, ¡no puedo compartirla! Me entrego al pasatiempo de imaginar qué otras cosas podrían estar haciendo esos adolescentes que beben y fuman y termino concluyendo que lo suyo –fumar y beber en un parque, entre amigos– es algo así como el culmen de la civilización. Esos chavales podrían estar ante una pantalla cualquiera, jugando al Call of Duty, viendo el último bodrio de Netflix o matando el tiempo en PornHub. ¿Cómo no festejar, pues, su botellón, que adquiere de pronto los contornos de una liturgia? Es un motivo de alegría, ¡sin duda!, que hayan preferido la conversación al chateo, la presencia –aun embriagada– de un rostro a las pirotecnias de un dispositivo. Donde antes intuíamos la sombra de un mal, ahora percibimos el fulgor de una esperanza.
Las cosas están tan mal que es muy fácil, por contraste, hacer el bien
Debo confesar, sin embargo, que los católicos también estamos expuestos al error en el que incurrió nuestro amigo puritano. Hace unos días, subido yo en un autobús, extraviada mi mente en algún abismo, reparé en dos jóvenes que se besaban apasionadamente en la acera. Reaccioné ante su ímpetu como habría reaccionado un hermano protestante –qué indiscreción, qué descaro, ¡qué espanto!–, pero pronto caí en la cuenta de que aquello estaba muy bien y había que celebrarlo. En tiempos de poliamor, de Tinder, de relaciones abiertas y virtuales, ese signo de amor carnal, tan escandalosamente carnal, ese beso en el que una mirada lo bastante limpia puede entrever una promesa de fidelidad eterna, reúne en sí la frescura de un oasis y la rebeldía de una detonación. Pese a su apariencia ridícula, pese al pendiente de él y el pelo rosa de ella, aquellos dos jóvenes se me aparecieron de improviso como dos cruzados en guerra contra el siglo, como los últimos valedores de un romanticismo que agoniza.
Suele decirse que nunca ha sido tan difícil como hoy –cuando se legaliza el vicio y se persigue la virtud– obrar bien, pero yo tiendo a pensar al revés. Las cosas están tan mal que es muy fácil, por contraste, hacer el bien. Cualquier acto cotidiano –el más fútil que quepa concebir– es ahora digno de cantarse como una epopeya: eliminar la app de Glovo y cocinar algo para la cena, aunque sea un simple pollo a la plancha; dejar de teclear el móvil y sacar a una chica a bailar, aunque esté sonando una de Omar Montes; hacerle un corte de mangas a Amazon y pasarse por la librería del barrio, aunque sea para comprar el Kamasutra. Todo apunta, qué horror, a que los defensores de la tesis de la moral relativa tenían razón, porque lo que ayer era bah hoy es ¡oh!