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Julio Llorente
dichosos titubeos

Perder la vida queriendo conservarla

Queremos sobrevivir porque tenemos razones para hacerlo: ver a nuestra hija crecer, casarse, engendrar a un mortal; contemplar de nuevo el mar barnizado de ocre por los rayos de un sol agonizante; recitar un puñado de veces más aquel hermoso poema que habla sobre el desamor

Actualizada 12:36

El otro día conversé sobre la pandemia coronavírica con un hombre especialmente lúcido, uno de esos que hilvanan reflexiones sesudas como quien cose y canta. En un momento del diálogo, dijo que el origen de nuestras manías –de los confinamientos, de las mascarillas, de los geles hidroalcohólicos, de la distancia de seguridad– radica en un celo por conservar la propia vida, por prolongar lo máximo posible nuestra presencia en este mundo. Interesado por su argumento, le pregunté en cuanto pude, en cuanto interrumpió su disertación para tomar aire, por los motivos de este celo; interrogante al que él respondió con un tópico que no por tópico deja de ser verdadero hasta cierto punto: la falta de fe en otra vida. Si el hombre pretende aferrarse a la existencia aquí y ahora, señaló, es porque ha dejado de concebir este mundo como un simple umbral del mundo verdadero.

Aunque el razonamiento me resultó interesante y participa de algún modo de la verdad –si la muerte es el final, tiene todo el sentido que procuremos hacerle un quiebro–, no puedo adherirme plenamente a él. Coincido a grandes rasgos con la idea de que nuestro apego a esta vida puede ser inversamente proporcional a nuestra fe en otro mundo, pero discrepo de los gnósticos que consideran ese apego como un mal en sí mismo. Coincido con la tesis de que los confinamientos, mascarillas, geles, distancias interpersonales son síntomas de una sociedad delicuescente, pero no termino de aceptar esa otra que condena sin paliativos nuestro afán de supervivencia. Si la plenitud está sólo en la otra vida, si no hay por qué alargar nuestra estancia en este mundo, ¿por qué no atiborrarnos de grasas y practicar deportes de riesgo? ¿Por qué no entregarse al darwinismo, como el gobierno británico al inicio de la pandemia, y entonar un «sálvese quien pueda»? ¿Por qué temer a la muerte si la única vida verdadera es la que viene después de ella?

Deseamos conservar la vida porque antes la hemos descubierto como digna de ser conservada

Al revés que aquel lúcido disertador, yo niego que la voluntad de autoconservación sea inequívocamente mala y afirmo que, de hecho, se asienta sobre un puñado de buenas intuiciones. Deseamos conservar la vida porque antes la hemos descubierto como digna de ser conservada, y eso ya, en sí mismo, es un acierto en toda regla. Queremos sobrevivir porque tenemos razones para hacerlo: ver a nuestra hija crecer, casarse, engendrar a un mortal; contemplar de nuevo el mar barnizado de ocre por los rayos de un sol agonizante; recitar un puñado de veces más aquel hermoso poema que habla sobre el desamor. Entre tanto prodigio, ¿cómo no desear que nuestra vida se prolongue al máximo? Yo, que tengo fe, también pienso, con mis contemporáneos, que la muerte, cuanto más tarde, mejor: primero, porque uno nunca termina de estar preparado para su visita; y, segundo, porque siempre queda mucha belleza que admirar.

Donde el gnóstico diga «conservar la vida», nosotros hemos de añadir «enfermizamente». El mal del hombre contemporáneo no es que pretenda preservar su propia vida, que está bien, sino que lo pretenda a cualquier precio, a toda costa, sacrificando en el altar de Asclepio cuantas cosas hacen de este mundo un lugar habitable: rostros, celebraciones, liturgias. Durante los últimos dos años hemos erigido la salud en el horizonte último de nuestra acción y, haciéndolo, hemos elevado una condición necesaria a la categoría de condición suficiente. Por supuesto que es importante sobrevivir, ¡claro!, pero ¿acaso estamos llamados sólo a eso? ¿Se trata de alargar nuestra vida sin más, como la encina, portento de la autoconservación, alarga la suya?

La vida está atravesada por una singular paradoja: cuanto más nos desvelamos por conservarla, menos motivos nos quedan para hacerlo

Conforme avanza nuestro titubeante razonamiento, va desvelándosenos la verdad de que la vida está atravesada por una singular paradoja: cuanto más nos desvelamos por conservarla, menos motivos nos quedan para hacerlo. Privémonos del alcohol, bebamos agua, zumos, infusiones; ¡que nuestro hígado no sufra! Enmascarémonos, ocultemos nuestra sonrisa; ¡que los aerosoles no estén cargados de virus! Dejemos de ir a la iglesia, veamos la misa online; ¡que los sitios cerrados no sean un foco de contagio! Abstengámonos de celebrar el cumpleaños de nuestro abuelo, limitémonos a llamarlo por teléfono; ¡que cumpla muchos más! Hagamos todo eso y pronto, cuando queramos darnos cuenta, ya no nos quedará, ay, ni una sola razón para seguir viviendo. 

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