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Reportaje

El Valle de los Caídos después de Franco: la abadía que reza, juega al fútbol y va en monopatín

Un día con la comunidad benedictina que busca, con su vida orante, la reconciliación de las dos Españas

Se preguntaba John Senior hace cuarenta años: «¿Qué es la cultura cristiana?». Y se respondía: «Es, básicamente, la Santa Misa». En torno a la misa se va desarrollando toda una cultura, toda una civilización –opinaba el profesor estadounidense–, guiada por las letanías lauretanas, en tanto que María es espejo de la Iglesia. Para celebrar la misa, se requiere un altar; para guardar el Sacramento, un sagrario; para los sacerdotes, un presbiterio; para los fieles, una Palabra, una nave y, con suerte, unos bancos. Este mismo concepto `misacéntrico´ es el que se vive, de forma evidente y sin alharacas, en las abadías benedictinas, un tipo de institución que lleva quince siglos manteniendo el pulso espiritual de Occidente desde el silencio mendicante de un vetusto refectorio.

En España destacan algunas comunidades de esta orden, como la de Leyre (Navarra), Montserrat (Barcelona), Silos (Burgos), El Paular o el Valle de los Caídos (Madrid).

Precisamente a esta última, una vez pasado el huracán mediático sobre la exhumación de Franco, nos acercamos para conocer cada recoveco del malogrado monumento para la reconciliación de los españoles, de un bando y otro, tras la Guerra Civil.

Partido de fútbol a los pies de la Cruz de los CaídosPaula Argüelles

Peregrinación hasta el Gólgota

Lo que más impresiona del Valle de los Caídos una vez se llega hasta allí no es la exuberancia del enclave natural en el que está ubicado, ni siquiera el mirador con vistas a los jaleos de la Corte. Es la entrada a la basílica, excavada en roca viva, y su peregrinación hasta el altar lo que hace de este templo algo único en el mundo entero. En las entrañas de la montaña, como en los parajes de Moria, el espíritu se va haciendo pequeño al adentrarse en la tierra, en el vientre granítico de nuestro cainismo.

El silencio es perturbador. Cada paso reverbera entre las losas, sabiendo que estamos en la morada donde descansan los restos mortales de los que se despellejaron en una guerra que enfrentó –y todavía enfrenta– a los que comparten una misma sangre. Sólo Dios sabe si alguno estaba (y está) en lo cierto.

En esta catacumba gigantesca, una comunidad benedictina de 22 monjes –al menos seis de ellos, treintañeros– reza a diario por las dos Españas de entonces y de ahora. Aquí se constata cómo a todos nos iguala la muerte. Reyes y papas, ministros y funcionarios, esclavos y futbolistas, famosos y feos, suertudos y desgraciados. Nadie es más que nadie, cuando se apaga el rescoldo de nuestra vanidad y cuando nuestras cenizas son menos que el recuerdo de una sombra.

El altar de la basílica del Valle de los CaídosPaula Argüelles

De cara a Dios

Los monjes ofician en un altar enorme, de espaldas a los fieles que se desplazan hasta la basílica. Todos están bajo la luz tenue que atrapa la cúpula decorada con los mosaicos de Santiago Padrós. Domina entre ellos la Cruz victoriosa de Cristo, que emerge del Gólgota dejando tras de sí a los malhechores, igual que la Cruz del Valle de los Caídos se yergue sobre el risco que hay sobre nuestras cabezas, allá arriba.

El canto de la escolanía, de los 35 niños que pasan su día a día entre aquellos muros, cuyos padres confían en los monjes su cuidado y educación, resuena por toda la bóveda por la que, sinuosa, se ven algunas volutas del incienso. La tenue fricción de las rozagantes albas y casullas –rojas por la celebración de santa Inés– se oye en este espacio durante los silencios litúrgicos.

Tras la conclusión de la misa, seguimos a los monjes a la sacristía, donde nos encontramos con el prior Santiago Cantera, que, sin más dilación, nos conduce por unos pasadizos más propios del terreno de la ficción, con sus antorcha eléctricas, sus escaleras infinitas y sus túneles que siempre terminan en una apertura de luz.

Caminando por uno de los pasadizos hasta llegar a la zona de clausuraPaula Argüelles

En el Valle de los Caídos, se celebra misa a mitad del día (11 de la mañana). El prior nos comenta durante la excursión que, en esta abadía, el horario de los monjes se acompasa al de los niños que estudian en el internado de la escolanía. Esto se debe a dos motivos principalmente. El primero, porque muchos monjes son profesores de los chavales. El segundo, pero más importante, es el que explica, a su vez, la existencia de la escolanía, pues se debe, exclusivamente, a un fin: remarcar la solemnidad de la misa. Los chicos, después de un par de horas de clase, bajan a la basílica, practican previamente los cantos y después participan en la eucaristía. Tras terminar, un rato de recreo y después continúan con sus estudios de gregoriano, música polifónica y solfeo.

Después de cruzar el laberinto de estancias, llegamos al claustro que linda con la zona de la clausura y vemos el patio donde los niños de la escolanía disputan un partido de fútbol ataviados con el uniforme. Junto a ellos, dos profesoras y un monje con mascarilla FPP2 y gafas a lo Bono, como el cantante de U2. El lugar de juego es un patio rectangular que tiene por testigo la Cruz de los Caídos, con los evangelistas resguardando las esquinas de su base. Cuando ven al prior Cantera llegar, los chicos se acercan, lo abrazan con familiaridad y le dicen: «¡Feliz cumpleaños, padre!». Justo el día en el que le visitamos, el padre Cantera cumple 50 años. 

A las doce, con diligencia, los niños forman bajo el sol para el rezo del Ángelus y después, cuando los escolanos regresan a sus respectivas clases, vuelve el silencio en la hondonada.

Los escolanos rezando el Ángelus antes de volver a clasePaula Argüelles

'Ora et labora'

Los monjes visten un sencillo hábito de tela negra y capucha, ordenan su día en torno a la misa y la Liturgia de las Horas, además de atenerse al lema ora et labora («reza y trabaja»). Su vida contemplativa no estriba en «no-hacer», sino en no parar de hacer, pero con otro ritmo y siempre en presencia de Dios. En el Valle de los Caídos, como cuenta su prior Santiago Cantera, cada cual tiene encomendada una serie de menesteres. Por eso, ha habido en esta abadía monjes cocineros que guisaban para la hospedería, y sigue habiendo alguno que es sastre. Tareas manuales y también intelectuales, como dar clases, impartir conferencias, formar a novicios, ocupan su tiempo. El padre Cantera da a los chicos las asignaturas de Religión e Historia –es doctor en Historia por la Universidad Complutense de Madrid, y fue profesor en la Universidad CEU San Pablo antes de entender que Dios lo llamaba para este lugar–.

Una enorme explanada circundada de pórticos comunica la escolanía y la abadía con la hospedería. Nos aseguran que cada fin de semana se hospedan entre 150 y 180 personas. La mayoría acuden por algún motivo religioso. Gente que conoce el lugar y la espiritualidad que se profesa. También hay algunos cursos a lo largo del año, ya sea de canto o de alguna disciplina intelectual. Durante muchos años, hubo aquí un Centro de Estudios Sociales que editaba una ingente cantidad de títulos en torno a temas como justicia social, economía o moral. Todavía quedan muchos libros a la venta, y otros a buen recaudo en la cuidada biblioteca.

Suenan las campañas de nuevo. Antes de acudir al rezo de las Horas, Cantera nos relata que esta comunidad benedictina se formó a partir de la abadía de Silos. La misma donde Gerardo Diego contempló aquel ciprés «enhiesto surtidor de sombra y sueño». 

Los monjes dirigiéndose al comedor tras el rezo de las HorasPaula Argüelles

Vino, ternera y amén

Tras despedirnos del prior, entra de nuevo en la abadía y se cierra la puerta. Nos damos la vuelta, a través del pórtico lateral del amplio patio que comunica con la hospedería. A nuestro lado pasa un chaval en monopatín, un escolano absorto en su juego. Donde hace un instante estaba un monje benedictino, ahora hay un niño que lucha por mantenerse en equilibrio entre unos arcos cuya historia, o la que le han pretendido embadurnar, no es sino un espacio más de su hogar, de su jardín. 

El Valle de los Caídos es su hogar. 

En la hospedería comemos el menú del día con un vino ligero. Dos platos, pan, postre y café. Bebemos, repasamos lo fotografiado, lo escuchado, lo contemplado, pero no pasa como en las tabernas o las copas con cronómetro de Madrid. No es mal de altura ni exceso de gula. Es, sencillamente, que el tiempo y sus entremeses se digieren de otro modo por aquí. Suenan las campanas por el Valle, el sol queda recortado entre las cornisas y los pinares. Todo va rápido, pero nadie va deprisa y, al igual que cuando uno sale de una experiencia donde idealismos diluidos y realidades parceladas chocan con furia, como cuando uno evalúa cómo entró a un retiro espiritual y cómo sale de él, nos sentimos aturdidos en nuestro camino de vuelta, stendhalizados por una vida que no admite grandes soliloquios cuando su majestuosidad y misterio se imponen.

De fondo queda la pregunta, al volver a meternos en el reguero de coches y ver las Cuatro Torres de fondo, si quienes de verdad viven enclaustrados no son los monjes y los escolanos, sino nosotros.

Un chico de la escolanía juega con el monopatín en el Valle de los CaídosPaula Argüelles