De Pasolini y Sartre a Rigoberta Bandini: sobre ateos, tetas y profetas
Muchos artistas, sin pretenderlo, han logrado con sus obras trascender a sus filias y fobias, creando piezas de profundo valor artístico y espiritual. Rescatamos tres casos, el más reciente, la autora de 'Ay mamá'
En una de las cartas de Goya a Martín Zapater, el maestro de Fuendetodos reflexionaba sobre el concepto de la autoría de una obra de arte, afirmando que ésta, una vez concluida, debería adquirir una independencia total incluso de su propio creador. Decía el pintor, de hecho, que incluso una vez muerto, si resucitara, no tendría el más mínimo derecho a retocar siquiera un blanco o una línea del más pequeño de sus cuadros. Ciertamente, aceptar dicha afirmación supondría romper con algunos esquemas heredados en Occidente desde el Renacimiento, donde la autoría o, mejor dicho, la propia figura del autor, adquirirá mayor relevancia que la obra en sí misma; el arte, poco a poco, pasaría de ser un servicio cuasi ritual a un objeto de consumo, subjetivizado en función de la importancia o las circunstancias del creador.
La ya célebre Ay mamá de Rigoberta Bandini parece haber trascendido no solamente las expectativas generadas en torno a la calidad del festival de Eurovisión, siempre en entredicho por sus elecciones para representar a España en cada edición, sino que este tema, una suerte de himno contemporáneo a la feminidad, ha superado la intrahistoria de su propia autora. Y es que a Paula Ribó, nombre civil de Bandini, «la niña bien a la que le cuesta sentirse española», «la de las soflamas feministas» «o la «tránsfoba que mitifica la maternidad con la menstruación y el caldo en la nevera» (por citar algunos de los titulares de los últimos días), no debería determinarla su currículum, ya que su tema ha sido capaz de posibilitar un encuentro íntimo con un espectro muy amplio de personas, como aquellos que se sienten españoles, o amas de casa multíparas, o feministas radicales.
Ya lo dijo la propia Bandini allá por 2020 en un mensaje de Instagram: «La creación en sí es un acto de fe, y hay una fuerza mucho más grande que nosotros que guía cada paso». De este modo, queriéndolo o no, Ribó ha parido un canto atávico al costumbrismo, a la carnalidad de la ternura, a la calidez de una casa, a la fuerza de la mujer, a la belleza de un balbuceo que invoca al tótem de su vida –a todas las «ma ma ma ma ma mas»–, como una letanía litúrgica. El hecho es que Ay mamá no ha dejado indiferente a nadie, y es precisamente en esas contradicciones sutiles, en esa provocación llena de contrastes, en la acogida tan convulsa que ha protagonizado, donde reside su fuerza.
El fenómeno de «la teta» viene de lejos
Este acontecimiento no es un rara avis en la historia de la humanidad, en el relato de los que se sumieron en la contradicción, de aquellos a los que ideologías de todo signo trataron de sepultar por representar precisamente eso, un signo de contradicción, un elemento disruptivo, una nota disonante. Señalaba hace poco Gabriel Insausti de que «hay cosas que uno encuentra que son valiosas y no están hechas por cristianos pero inciden en algunos aspectos esenciales básicos de lo que es la existencia humana». Como por ejemplo, tratar la belleza que siempre, si se decodificar adecuadamente, evoca la trascendencia, sin tener que «bañarlo todo en agua bendita».
Decía Tarkovski que la función del arte consiste en preparar al hombre para la muerte, conmoverle en su interioridad más profunda. Ya lo hizo el ateo y anticlerical Sartre con su obra Barioná, el hijo del trueno, frente al campo de prisioneros Stalag 12D, donde representó como nadie en su auto sacramental el misterio de la Navidad, siendo una de las obras de teatro con mayor profundidad y sensibilidad religiosa que se han escrito el siglo XX. Baste el acto en el que Baltasar y Barioná contemplan a la Virgen María con el Niño Dios: «Todo sucio. Extrañado de sufrir y de ignorar. Ahí está. Nuestro soberano ahora es simplemente un niño. Un niño que no sabe hablar, una fresita roja y sanguinolenta (…). Sin embargo, en la tierra, por doquier, pululan olores ligeros y les ha llegado a los hombres la hora de la alegría».
Entrevista al escritor, profesor y pensador
Gabriel Insausti: «Cualquier artista que se respete rechazaría la etiqueta de católico»
Ahí está Pier Paolo Pasolini, con unas inclinaciones políticas y vitales muy concretas, pero nada de eso le impidió filmar en 1964 El evangelio según San Mateo, generando un absoluto escándalo tanto en católicos como en comunistas, para posteriormente ser reconocida por L´Osservatore Romano –el medio oficial del Vaticano– como «la mejor película rodada sobre la vida de Cristo». Y todo por su fidelidad al propio Evangelio. Es cierto que Sartre, años más tarde (convertido ya en ídolo de masas sedientas de justificar el sinsentido) admitió haber escrito Barioná en un momento de debilidad, mientras que Pasolini acabaría rodando Saló o los 120 días de Sodoma, poco antes de morir de forma violenta en el puerto de Ostia. Pero esto no fue motivo para que ambas piezas artísticas, tan fuera del uso de su trayectoria y de su currículum (anterior y posterior a la obra en sí), tocaran los corazones de tantos hombres, sin tener quizá una intencionalidad definida, como una suerte de profecía accidental.
Es, por tanto, en estas contradicciones donde la belleza y la trascendencia de ciertas obras, que en ocasiones no son deudoras ni de su propio autor, elaboran sus mensajes ocultos y brotan como una grieta de luz en una habitación oscura, como un vehículo salvífico capaz de tocar al hombre. Y cuando alguien, dentro de 40 años, hable de Rigoberta Bandini en una reunión de un grupo social cualquiera, alguno, entre escandalizado e indiferente dejará escapar un: «¿esa no era la que quería ser una perra?», a lo que otra responderá: «sí, y la que también cantaba con ternura eso de 'ay mamá…mamá…'».