Cartago debe ser destruida
De tanto airear la necesidad de que Cartago desaparezca, la propia Roma en todas sus encarnaciones sucesivas por medio del aforismo catoniano ha perdido la sensación de certeza
Podríamos hablar de la época en que Catón el Censor pronunciaba en el Senado de Roma, intervención tras intervención, estas o similares palabras. La segunda guerra púnica le había supuesto a Roma una dura prueba en su propio suelo itálico, y Catón no estaba dispuesto a que una Cartago nuevamente próspera volviese a ser una amenaza.
Pero nos es más cercano el último tercio del siglo XVIII, donde aparentemente un enemigo formidable amenazaba la existencia misma del reino de Inglaterra. Se trata de la tercera guerra anglo-neerlandesa, y en el parlamento inglés se levanta el entonces Lord Canciller del reino, Anthony Ashley Cooper, y vuelve a dar vida a las mismas palabras, aplicadas ahora a la república holandesa, principal rival mercantil de su nación. Urgiendo la necesidad de que el parlamento conceda levantar fondos para la guerra, hace pasar a las Provincias Unidas por una nueva Cartago codiciosa.
Es importante que en todo conflicto tengamos la absoluta certeza de que nuestra causa es noble, verdadera, cierta, y la del rival una causa abyecta, falsa, doble. No solo Ashley Cooper ha llamado a la destrucción del enemigo con las mismas palabras; hace tiempo que los salones donde se dirimen las cuestiones de los hombres han sido testigos de proclamas encendidas apelando al esfuerzo último para impedir que el rival goce de los privilegios del ave fénix. Es necesario llegar con escoba y recogedor hasta el lugar de la derrota del enemigo, y repartir las cenizas entre las islas de Elba, Santa Elena o la misma Australia; o entre ciudades como París, Roma o México, si nos gusta más la dispersión y exilio a la española.
El problema de apelar a la destrucción completa del enemigo es que este suele ser cercano, no lejano. Las ruinas del solar dejan el flanco de nuestros muros al descubierto, y muestran que la victoria no necesariamente significa salir mejor parado. En el mejor de los casos, ni más nobles ni más verdaderos de lo que ya éramos al comienzo de lanzarnos al combate. Y las heridas nos dejan una sensación incierta. De tanto airear la necesidad de que Cartago desaparezca, la propia Roma en todas sus encarnaciones sucesivas por medio del aforismo catoniano ha perdido la sensación de certeza. Y el tiempo solo demuestra que las luchas decisivas en la historia propia o la historia de los hombres se cuentan la mayor de las veces con los dedos de una mano. Con todo el respeto que me merecen los Ashley Cooper de todos los grandes salones y parlamentos del mundo, ni la Inglaterra de Carlos II era Roma, ni la perversa República Holandesa era Cartago, aunque Chesterton bien aprovecharía la imagen mercantilista de la república avariciosa y rebelde para revivir el concepto en El Hombre Eterno.
Muchos dudan a día de hoy del valor y la necesidad de la lucha, de que pueda caber la posibilidad de vencedores y vencidos
Anthony Ashley Cooper, por supuesto primer conde de Sahftesbury, primer Barón de Cooper de Paulet, etc. es un ejemplo del apasionamiento oportunista que ha hecho tremendamente impopular tras el siglo XX el concepto de lucha, el cual se ha convertido en un prolegómeno indigno de ninguna causa justa. La tercera guerra anglo-holandesa (1670-1672) no nos parece tan decisiva a día de hoy, y si en algo vale el aforismo delenda est Carthago, desde luego habría de servir a causas más nobles.
Muchos dudan a día de hoy del valor y la necesidad de la lucha, de que pueda caber la posibilidad de vencedores y vencidos, y desde luego que el vencido pueda ser efectivamente destruido. A mí solo se me ocurre un ejemplo que sostenga la nobleza, veracidad y certeza de esta forma de lucha, y es el triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Una lucha con vencedores y vencidos, con la misma muerte dispersada para ya no volver. Y la que permite con mucho tiento, con paciencia, con fidelidad por parte del que busca, vislumbrar las legítimas analogías en nuevas causas donde el vencedor sea siempre el hombre y lo destruido no sea otro hombre por ser hombre, sino el pecado.
Catón estaba convencido de Roma como causa en sí misma. Pero la causa ha de ser que el hombre viva. Porque el hombre, aunque sea rival, es el bien a proteger. Y si no, que se lo pregunten a Ashley Cooper, que huyó por los vaivenes de esa política de palabras apasionadas y hechos temerarios a Ámsterdam, donde murió acogido por aquellos que durante unos días habían sido revestidos por sus palabras bajo el manto de la temible Cartago. Codiciosos quizá, no menos que sus rivales. Pero hombres al fin y al cabo.