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Radiaciones

Prohibir la nostalgia

La potenciación del lenguaje como herramienta de infiltración ideológica ha permitido imponer una nueva moral y orientar la sensibilidad colectiva hacia una forma de sentimentalidad completamente renovada

De golpe la nostalgia se ha vuelto sospechosa. Confiesa alguien echar de menos algún aspecto de la vida del pasado, no necesariamente con ánimo polemista sino a modo de un discreto apunte sentimental, o quizá como medio de apuntalar el vértice biográfico sobre el que hacer girar el argumento de una historia, y de inmediato cae sobre él –o sobre ella– alguno de esos enjambres de jóvenes airados provistos de una bilis particularmente apta para la saña denigratoria y el improperio revanchista. Basta con que uno se atreva a expresar un amago de lamento ante la percepción de cierto retroceso en las condiciones materiales de la existencia cotidiana, o la tímida queja por alguna virtud en trance de desaparecer bajo el irresistible aluvión de valores con que la posmodernidad nos invita a pespuntear nuestras vidas, para que una turba justiciera lo acribille con esa metralla de epítetos raídos que hace ya tiempo perdieron cualquier asomo de mordiente.

Esta reacción, a todas luces exagerada si uno se detiene a considerar el calibre y la abundancia de esos otros problemas que los instigadores de tales diatribas deciden pasar por alto, debería invitarnos a la reflexión. Desde hace unos años, la batalla política ha rebasado el marco que atañe a los intereses reales de una sociedad para adentrarse de lleno en lo más sagrado de la interioridad de la persona. Una vez que las clases dominantes han desechado el proyecto de acometer una verdadera transformación social en aras del bien común, lo que ahora prevalece es el afán de colonizar hasta el más recóndito pliegue de la conciencia del individuo. La potenciación del lenguaje como herramienta de infiltración ideológica ha permitido no sólo imponer una nueva moral y unas nuevas costumbres cuyos efectos últimos sobre el tejido de la convivencia todavía están por evaluar, sino orientar la sensibilidad colectiva hacia una forma de sentimentalidad completamente renovada.

Así las cosas, en el panorama que se atisba es probable que el modelado de nuestros sentimientos llegue a ostentar alguna vez la misma importancia que la estricta reglamentación del resto de las facetas de nuestras vidas. Para los guardianes de las esencias progresistas, nuestra relación con el pasado tendría que empezar a ajustarse desde ahora mismo a los cánones que sólo ellos dictaminan como políticamente aceptables, y únicamente desde esa perspectiva resulta comprensible su interés en que toda expresión de nostalgia quede revestida de una pátina ominosa.

La nostalgia es la vinculación a un espacio y a unas emociones que el tiempo no ha logrado abolir del todo

Pero la nostalgia, me temo, es algo muy distinto a esa deformación embalsamada que los propagandistas de la mentira ideológica –víctimas, por otra parte, de una ceguera que les impide apreciar todo aquello que no se encuentre filtrado por el tamiz de su doctrina– pretenden imponernos. La nostalgia es la vinculación a un espacio y a unas emociones que el tiempo no ha logrado abolir del todo. Es el recuerdo de la necesidad de perseverar en el cultivo de ciertas lealtades sobre las que el presente pueda sostenerse. Remite a la época en la que cristalizan nuestras ilusiones y comienzan a supurar nuestras heridas, y es por ese motivo –y no en razón de ninguna fantasmagoría de índole política–que sentimos que nos conecta a la entraña misma de lo que nos hace humanos. A diferencia de quienes miran al futuro con la maniática vocación de reverenciar el espejismo de una utopía siempre cambiante y siempre a la postre malograda (ayer el paraíso del proletariado, hoy el fluido edén de las microidentidades), los partidarios de introducir en nuestras vidas unas dosis moderadas de nostalgia buscamos mantener a salvo una baliza que nos oriente en mitad de un mundo que ha resuelto hacer frente a su propio vacío mediante el paradójico empeño de cegar las fuentes de su origen y difuminar las referencias que delimitaban el contorno de su identidad.

Por lo demás, reivindicar la nostalgia no supone renegar del futuro. Sólo que el futuro, para nosotros, no es ese tiempo de convulsiones incesantes y ansia obsesiva por cambiarlo todo que a tantos de nuestros contemporáneos les suscita la fiebre nerviosa de un activismo irrefrenable. Por el contrario, es, o pretendemos que sea, un espacio de perfeccionamiento lento y suaves avances, de conquistas humildes y sigilosas que inciden en la maduración de nuestra manera de relacionarnos con el mundo sin por ello negar la raíz de lo que somos. No se trata, como se ve, de ninguna pretensión adánica que opere en la línea de descabalar el curso por otra parte imprevisible de la historia. Su ámbito de desarrollo se ciñe a una escala modesta, infinitesimal incluso, hecha de mínimos logros cotidianos, y para cuya plena realización necesitamos no sólo dirigir la mirada hacia el espectro de un futuro imaginario, sino ante todo mantenernos abiertos a ese aroma de pertenencia que, difundiéndose desde el pasado, nos alcanza a veces mediante el eco luminoso de una palabra: nostalgia.