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Series con sentido

'Condena': la miniserie que anatomiza la culpa y filtra la redención

La historia en paralelo de ambos personajes –preso y guardia– multiplica la agonía, puesto que los dos andan en deuda con la vida. Uno de los últimos aciertos de la BBC ya está disponible en Movistar

Como emoción moral, la culpa se funda sobre dos premisas: rectificar un mal y evitar su repetición. Con el proverbial saber hacer de la BBC, la excelente miniserie que es Condena (en España, por Movistar) dedica sus tres únicos episodios a recorrer todas las aristas de la culpa. Y lo hace enhebrando una historia áspera, incómoda, que sabe provocarle un nudo en la garganta al espectador mediante la suicida estrategia de conducirle al límite. Que semejantes heridas en carne viva funcionen se debe al oficio dramático de los muy brillantes Sean Bean y Stephen Graham. Son interpretaciones memorables, de una intensidad antigua, pero sin histrionismos: con cicatrices afectivas que se insinúan en una mirada y autodesprecios que se revelan en el tono de voz.

Ya cincuentón, Mark Cobden es un alcohólico que se ha pasado de frenada y acaba de ingresar en prisión; le toca aprender a sobrevivir en la jungla. Ahí conoce al oficial Eric McNally, un buen tipo al que la mafia carcelaria chantajea al descubrirle un talón de Aquiles. La historia en paralelo de ambos personajes –preso y guardia– multiplica la agonía, puesto que los dos andan en deuda con la vida. El atormentado Cobden trata de ajustar cuentas con el crimen que cometió, asumiendo que no merece defensa: se tortura mentalmente, acepta las vejaciones en el trullo y baja los brazos ante la brutalidad que le rodea. McNally, por su parte, tiene como profesión el saber manejarse entre tiburones... hasta que le sacude un dilema tan viejo como el mundo: ¿qué principios cederías para mantener a los que quieres con vida?

¿La esperanza? Una monja que actúa

El escenario es gris y funesto, con una atmósfera deprimente y una puesta en escena austera en la que parece no haber salida. Hasta las llamadas al exterior están preñadas de reproche y vergüenza. En Cobden se palpa el agobio irrespirable del pecado sin limpiar: en McNally asoma el de la culpa que llegará. Sin embargo, en ese cuadrilátero violento y salvaje el halo de esperanza llega de la mano de la monja interpretada por Siobhan Finneran. Ella recluta a Cobden para que le ayude con un grupo de jóvenes delincuentes. Es el empujón que necesita el personaje de Sean Bean para salir del pozo de miseria y autocompasión en el que está sumergido.

De este modo Condena entronca con una de las enseñanzas más luminosas del humanismo: el mejor pasaporte para sanar el alma es salir del yo. Darse. Ayudar a ese compañero que apenas sabe leer a confeccionar una misiva de disculpa. Pedir perdón a quien dañaste irremediablemente para, así, poder perdonarte a ti mismo. Alcanzar la paz interior mediante el otro. Ya lo advirtió C.S. Lewis: «El simple paso del tiempo no hace nada ni al hecho cometido ni a la culpa de un pecado. La culpa se limpia no por el paso del tiempo, sino por el arrepentimiento y la sangre de Cristo». No, esto no implica necesariamente una lectura cristiana, pero sí una interpretación trascedente: cargar con la cruz. Aceptar deportivamente la culpa (¡el pecado!) y tratar de restablecer el orden moral que uno ha quebrado, sin regatear ni un solo día de la factura que toca pagar.

Es el mismo peso sacrificial que tendrá que asumir el funcionario de prisiones al que da vida Stephen Graham. Si la cruz es el símbolo de cómo Dios rescató a la humanidad de su condena, McNally ha de inmolarse para redimir a la sangre de su sangre. Así, emparenta, de forma literal, con una de las paradojas que fundan nuestra civilización: la de condenarse para salvar. O, lo que es lo mismo, la de un hilo de luz capaz de alumbrar la más densa de las oscuridades.

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