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Cartas de la ribera

Las niñeras contra Marx

Entre los expertos en educación es casi un tópico correlacionar el nivel de renta con la igualdad de oportunidades. Y es verdad que esa correlación se da, pero no solo en un sentido, de abajo a arriba, de los pobres a los ricos, sino que también hay algo ahí arriba que se tambalea.

Cuando estudiaba hace ya unos años en EE.UU., coincidía con los colegas del Instituto de la Familia de la Universidad en la cafetería, y nos contábamos qué hacíamos. En una de estas, me decían que andaban perplejos porque habían detectado en unas estadísticas que la siniestralidad infantil en la ciudad de Nueva York era sustancialmente mayor en familias de renta media-alta. No sabían si era porque los toboganes de los ricos eran más inclinados, sus juguetes más peligrosos, o los niños más temerarios. El caso es que esos niños se rompían más brazos y piernas que los otros, cuando se supone que estarían más cuidados y vigilados.

Tras afinar un poco más, descubrieron que esos niños estaban todo su tiempo libre con sus cuidadoras mientras sus padres hacían otras cosas. El exceso de celo de las cuidadoras en la vigilancia provocado por el miedo a un despido hacía que esos niños anduviesen entre algodones. Y si el niño no aprende a caerse de pequeño, cuando su cabeza anda a ras de suelo, cuando ande por las nubes la caída será fatal. Pero la responsabilidad de la caída no puede externalizarse, como tampoco la compañía para ayudarle a levantarse.

En la época de Marx, los ricos contrataban institutrices bien preparadas para educar a los hijos de los señores

No era cuestión de buscar culpables, pero sí detectaba un problema nuevo propio de un mundo diferente. La nueva organización de la sociedad presentaba sus propios problemas.

En la época de Marx, los ricos contrataban institutrices bien preparadas para educar a los hijos de los señores, y la madre, que no trabajaba, supervisaba la casa ayudada por criadas. No era un modelo ideal, en absoluto, ya lo han dicho muchos. Pero lo que sucede hoy es que las familias que pueden contratan una interna para que se ocupe de los niños. Son chicas que ya no son como las institutrices, sino como las criadas de antes. Aquellas niñas iban del pueblo a la ciudad esperando colocarse en una buena casa que les diese la oportunidad de formarse para poder casar bien y progresar. Por eso se les llamaba «criadas», porque eran criadas desde pequeñas por otra familia. Simplifico, lo se, pero de alguna manera aquella relación cumplía a menudo con la función de ascensor social en una época en la que la sociedad estaba mucho más estamentalizada. La cuestión es que la criada no era la que criaba, sino la que «era criada».

Hoy las cosas se han vuelto del revés. Esas chicas ya no vienen del pueblo sino de países con una situación dramática, que necesitan ser criadas en el buen sentido de la palabra. Pero no solo no lo son, sino que además asumen la enorme responsabilidad de educar el tiempo libre de los hijos de los demás. Los padres están a otras cosas, y cada vez se nota más.

Parece que no podíamos imaginar que el problema no era ni por exceso ni por defecto económico, sino de responsabilidad

Por un momento creímos que una interna podría liberarnos de la responsabilidad de la vida, que podríamos quedarnos de copas un miércoles en el Paseo de la Castellana y que con pagar los recibos ya cumplíamos, porque en el fondo éramos tan burgueses como el joven Marx. Lo que parece que no podíamos imaginar era que el problema no venía ni por exceso ni por defecto de economía, sino de responsabilidad, porque la libertad no cabe bajo ninguna curva estadística. Los pobres y los ricos se escaquean por igual, porque en el fondo todos llevamos el sueño de una huida, de una interna en nuestro interior que nos libre de madrugar, de sufrir, de obedecer, de trabajar y de servir.

Y aquí es donde revienta el esquema marxista. La curva de la exclusión solo indica el problema del primer quintil, el de los más pobres, pero ignora que en el extremo opuesto de la curva se está produciendo una exclusión igual de grave: la exclusión psicológica. Los padres no están en casa, las internas los han sustituido, y los hijos lo notan.

Tardaremos en hacer algo porque es más fácil medir en qué gastamos el dinero que con quién gastamos nuestro tiempo.