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échale un galgo

Mantenme a flote

Ahora que los humanos de las grandes urbes, por decisión inoculada de élites malvadas o por descuentos en el Ginos, han optado por cerrar confesionarios, no conversar con los camareros y cambiar el «Sí, quiero» por el siguiente 'match', cabe reflexionar sobre cuáles serán los salientes a los que agarrarse cuando el cuerpo esté suspendido en la nada

Antes de que Freud llegase a las sobrepobladas clínicas de psicólogos y esotéricos de saldo y a esos productos técnicamente sofisticados que son el soma audiovisual de nuestra era, los confesionarios, bares y camas calientes eran los lugares donde uno trataba de ponerse en orden y explicarse.

En los primeros, salvo algún curilla preguntón o un coach con alzacuellos, que por haberlos, haylos, y siempre los ha habido y habrá, uno iba, largaba su miseria al otro lado de la rejilla bermellón donde una voz te apelaba a Cristo crucificado, te ponía una penitencia liviana –si el pecado entraba dentro de la Ley natural–, y te marchabas hasta la semana siguiente. Y amén.

En los segundos, por lo heterogéneo de la parroquia y por estar abiertos siempre a los sortilegios del Melquiades de turno, se ponderaban los argumentos que uno había aprendido desde que nació, su valía ante los demás y sus competencias para según qué temas. Los prudentes, bebían y callaban. Los osados, bebían y vociferaban. Los cobardes… Bueno. Estos solamente bebían y, si acaso, lloraban, sorbiendo los mocos y achinando los ojos ante la barbarie. Durante aquellas sesiones sempiternas, en cada pueblo de nuestro país no pocas veces eran convocadas las fuerzas de brazos, puños y piernas cuando las circunstancias así lo requerían. Era un espacio donde se podía transitar entre lo mundano y el infierno, donde la admiración ante los sucesos etílicos, como en las tabernas de Dostoievski, Roth y Sastre, se renovaba cada día, pues el compás del borracho no es siempre el mismo ya que nunca llega en las mismas condiciones al mañana. Y «Hasta luego, Paco. Apúntame lo que te debo».

En las camas calientes, entre las fatigas del día, los rebozados esporádicos en las fiestas que no son de guardar y las confidencias no verbales, se despejaban dudas, infidelidades, añoranzas, proyectos y ponzoñas de lo más variopintas para aliviar la carga de existir por tener a un Cirineo con quien descargar algo de peso antes de llegar al Gólgota. Y así hasta que a uno de los dos se le cubría con la tierra húmeda del lugar.

La desesperación con la que nos arrojamos al afecto, al aplauso, no es sino consecuencia de una herida inexplicable

Ahora que los humanos de las grandes urbes, por decisión inoculada de élites malvadas o por descuentos en el Ginos, han optado por cerrar confesionarios, no conversar con los camareros y cambiar el «Sí, quiero» por el siguiente «match», cabe reflexionar sobre cuáles serán los salientes a los que agarrarse cuando el cuerpo esté suspendido en la nada.

La desesperación con la que nos arrojamos al afecto o al aplauso, a tener nuestra bola de acríticos que aunque publiquemos una columna al nivel de Teo en el Zoo o digamos ocurrencias sanchistas (del Sancho bueno, no del de ahora) van a seguir ahí con más fidelidad que un abonado del Rayo Vallecano, no es sino consecuencia directa de una herida que, como las hipotecas o los impuestos, nadie te explica en las ingentes horas que los niños y niñas de este país tienen que pasar atornillados a un pupitre mientras ven la vida caer por los castaños del recreo. Veo a esos púberes, futura carne picada al más puro estilo de Salinger, aferrarse al poco sentido que les queda por los hombros, como dos migrantes en una madrugada cualquiera en mitad del Mediterráneo, buscando flotabilidad en un futuro ahogado por no tener nada mejor a mano.

A este nivel de civilización al que hemos llegado parece seguro decir que lo importante que le ocurre a uno en el transcurso de sus días, lo que querría contar si tuviera dos minutos antes de que alguien –sino uno mismo– accionase el gatillo, se aprende entre las confidencias de la sangre, los pactos que se contraen de por vida con otros seres humanos y la elocuencia, siempre hiriente, siempre provocadora, siempre disponible, del silencio de un templo vacío. Puede que ahí, en lo callado, en la carnosidad eucarística, se encuentre la densidad que ponga, como indican los monitores de rocódromo, una presa con la que apoyar el pie de gato para no caer al vacío.