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cartas de la ribera

Sea civilizado, quítele el teléfono al niño

La tecnología, desde el tenedor al automóvil, del arado al teléfono, tiene una estrecha relación con la cortesía. El proceso civilizatorio no se detiene. Avanza o retrocede, afronta nuevos problemas y responde con modales a las afrentas

En el siglo XI, un dux veneciano se casó con una princesa bizantina que usaba el tenedor para comer. El refinamiento excesivo de la mujer provocó tal escándalo que fue reprimida severamente por los eclesiásticos. «Poco después –cuenta Norbert Elías– la princesa cogió una enfermedad repugnante y San Buenaventura no dudó en declarar que era un castigo de Dios».

Tuvieron que pasar cinco siglos para que el uso de esa «horquilla de dos dientes» se extendiese entre la clase alta, desde Italia, pasando por Francia, hasta Inglaterra y Alemania. Lo usaban torpemente, la gente se reía de sus cortesanos, la comida se caía por el camino, y generalmente se utilizaba solo para pinchar un gran trozo de carne de la fuente, darle un buen mordisco, y devolverlo a su sitio para que otro pudiese repetir la operación.

¿Se imaginan que les invitan a cenar a casa de una familia muy sofisticada, y que no ponen cubiertos, el retrete es la misma silla en la que cada uno se sienta, todos comen de la fuente y tiran los restos al suelo? Así era hasta hace no mucho en los salones cortesanos. Lo que hoy a nosotros nos parece lo más normal del mundo, lo que nos despierta repugnancia, es el resultado de un largo proceso civilizatorio, de un aprendizaje lento y sufrido. El asco es aprendido y, en muchos casos, una muestra de civilización.

Ya es implícito que hay que pedir disculpas para interrumpir una conversación por coger el móvil

La tecnología, desde el tenedor al automóvil, del arado al teléfono, tiene una estrecha relación con la cortesía. Nos relacionamos con los demás a través de los objetos que utilizamos, y el hecho de no compartir la copa, el plato y lo que nos llevamos a la boca establece un límite corporal y una distinción clara entre lo público y lo privado, entre el pudor y la vergüenza. Tapamos las necesidades corporales por vergüenza, por educación. El proceso civilizatorio no se detiene. Avanza o retrocede, afronta nuevos problemas y responde con modales y cortesía a las nuevas afrentas.

El uso del móvil es un gran ejemplo de proceso de civilización, de creación de nuevos modales y de formas originales de cortesía. Yo terminé la carrera universitaria sin móvil y recuerdo que, cuando íbamos de cañas, los que lo tenían, dejaban su Nokia, Ericsson o Alcatel en la mesa. Ahí plantaban sus poderes, era un signo de estatus. Ahora que los aparatos son mucho más caros y bonitos, percibo que se enseñan menos. Ya no es tan normal ponerlo al lado del plato, donde antes iba la panera, ahora se suelen quedar en el bolsillo.

Recuerdo también que quedaba muy bien coger el teléfono en mitad de una conversación. Te daba el aire de bróker o de ministro en mitad de la crisis de los misiles. Te llamaban, tenías teléfono, eras un tío importante. Ahora, veinte años después, quedas muy bien si no lo coges:

–Oye, cógelo, no me importa.

–Da igual, tío –responde el otro– luego le llamo.

Ya es implícito que hay que pedir disculpas para interrumpir una conversación, o que hay que dar permiso. Son nuevos modales, nuevas formas de cortesía, un pequeño proceso de civilización.

Hemos comprendido que el móvil puede ser algo grosero, muy inapropiado y, sobre todo, de mala educación. No me extrañaría nada que, como dice Antonio García Maldonado, en unos pocos años más, responder al WhatsApp durante la cena de Navidad sea visto como tirarse un pedo. Y tampoco, y esto me parece mucho más importante, que veamos natural que su uso se prohíba, salvo muy justificadas excepciones, hasta una determinada edad.

¿No os acordáis cuando fumábamos en clase? ¿De aquel primer Ducados con doce años? ¿De los bares que parecían el Londres de Jack El Destripador, con una cortina de humo tan densa que se pegaba a la ropa y al pelo durante días? Lo vimos normal hasta que dejó de serlo, como el tenedor de la princesa, o como comer con las manos. Estoy seguro de que dentro de no mucho, ver a un niño de once años con un móvil será como ver a un chaval fumarse un Ducados en las escaleras de casa. No solo será una grosería, se verá también como una locura. Llegará un tiempo en que algunos usos del teléfono móvil nos darán asco, y entonces seremos un poco más civilizados.