Linchados y cancelados
El movimiento «woke», esa generación que se considera a sí misma como la genuinamente despierta, la que ya no tiene venda alguna ante los ojos, la que puede por fin erradicar el mal de la faz de la tierra, tiene el problema añadido de que no sabe diagnosticar exactamente el mal, porque lo busca fuera de sí mismo
Hace ya unos cuantos años que el antropólogo Jacinto Choza trató de la salud psíquica de los pueblos ensalzando el papel de los que él titulaba como «grandes sinvergüenzas», gente dispuesta a orillar sus más sublimes principios por metas tentadoras, pero que no se atrevían a llevarse con ellos sus principios, a los que podían volver si se arrepentían del camino que los había desviado. Hombres dispuestos a ser llamados pecadores, incoherentes, que sopesaban una vez pasados sus primeros impulsos si realmente merecía la pena todo lo que estaban arriesgando. Gente, en definitiva, incoherente con sus principios en algunos momentos de su vida, y puestos en evidencia ante los demás por ello.
La salud psíquica de un pueblo se manifiesta fuerte con esta forma de comportarse. Sabe que los principios están para regir la vida de todos, que las cosas pueden cambiar en la vida, pero los principios sustancialmente no. Divide el mundo de forma aproximada en buenos y malos, supone la necesidad de que se imparta justicia en la medida de lo posible. Cabe la posibilidad de que el bien se premie y el mal se castigue. Parafraseando al gran príncipe de Salina, protagonista de El Gatopardo, la posibilidad de que las cosas puedan cambiar para que, en el fondo – en lo que importa realmente – nada cambie.
Asistimos a una generación que va encarrilada en la dirección del desquiciamiento. Una hipersensibilidad hacia el mal ajeno como explicación de los males propios. Una alta intolerancia a la posibilidad de ser señalado como parte del mal. Una necesidad dolorosa de llevarse consigo los principios en cada nuevo estropicio para ajustarlos a su cambiante situación. Si Jacinto Choza lo presentaba como esa necesidad de aparecer como auténtico, como aquel que es siempre fiel a unos principios – cambiantes, eso sí –, hoy podríamos abordarlo como la necesidad de aparecer como impecable. Qué digo impecable, ¡inimputable!
La deriva `woke´, esta forma de pensar, es la presencia a lo largo de la historia de las diversas formas de linchamiento
El movimiento «woke», es decir, esa generación que se considera a sí misma como la genuinamente despierta, la que ya no tiene venda alguna ante los ojos, la que puede por fin erradicar el mal de la faz de la tierra tiene el problema añadido de que no sabe diagnosticar exactamente el mal, porque lo busca fuera de sí mismo. A fuerza de moldear los principios propios conforme cambian las acciones, a fuerza de buscar siempre la imputabilidad fuera, más lejos, más allá, se hace ineficaz para todo diagnóstico. Y las acciones que se emprenden desde un diagnóstico erróneo no suelen traer las soluciones que se desean.
Una deriva de esta forma de pensar, y que no es tan ajena como podría parecer para el común, es la presencia a lo largo de la historia de las diversas formas de linchamiento. Este, al contrario que la justicia, no pretende castigar al mal, sino extirparlo. Ya en el pueblo de Israel la Ley señalaba que algunos pecados debían ser señalados hasta tal punto que el apedreamiento – un castigo de participación colectiva – era la pena que debía producir la extirpación del mal moral en medio del pueblo. Y, sin embargo, el mal seguía presente, era imposible extirparlo del pueblo de Israel. Por eso Jesús recuerda una verdad fundamental: el mal sale del corazón del hombre, tiene su origen en él (cf. Mt 15,19). El movimiento de regeneración moral de las sociedades anglosajonas que va llegando a todos los rincones del globo se basa nuevamente en el sueño de extirpar de la faz de la tierra el mal moral, pero con el añadido de la reconfiguración continua de los principios, de tal modo que se acerca peligrosamente a un linchamiento veleidoso.
Jacinto Choza daba gracias por la presencia en el mundo de los sinvergüenzas inauténticos, seres con ostensibles pies de barro, pero con cabeza y corazón hechos de los metales más nobles o más fuertes, sin pretender aleaciones imposibles con su propio barro. Hoy hay que seguir en esta línea exaltando a los que se atreven a hablar de justicia desde su posición de pecadores, de los que apartan con fuerza de sus vidas la tentación de acogerse a la inimputabilidad. Mientras los asuntos de los hombres estén en manos de personas capaces de ser imputadas – de jueces imputables –, nuestras sociedades dispondrán de la suficiente salud psíquica para abordar los conflictos. Mientras existan personas capaces de pedir perdón de lo propio sin recurrir al mal ajeno, podremos seguir castigando el mal, mitigando sus efectos, y premiando el bien, universalizando sus beneficios. Y eso sería, quizá, lo mejor que le podría pasar a un «despertado»: llegar a ser juzgado por un juez imputable.