¿Fue santa Isabel la Católica?
Ninguna página controvertida debe ser pasada con ligereza en la vida de Isabel, y ninguna debe arrancarse con esa tan manida excusa según la cual no es posible juzgar el pasado con criterios del presente
Con las renovadas esperanzas de que Isabel la Católica llegue a ser beatificada se ha abierto de nuevo el debate sobre la cuestión de su santidad. Son muchas las preguntas que se suscitan, pero es necesario establecer adecuadamente las premisas para que los debates que se han de suscitar de ahora en adelante, si Dios quiere, no resulten estériles. No entraré en esta columna, por tanto, en el debate mismo sobre si fue santa o no. Solo estableceré algunos presupuestos fundamentales que, a mi juicio, no conviene perder de vista para afrontar esta apasionante cuestión.
En primer lugar, no debe decirse con tanta facilidad que los puntos más controvertidos de su vida deban ser solamente juzgados con los criterios de su propia época. Como si las torturas de Torquemada no fueran deleznables vistas tanto desde el presente como desde el pasado. Y si no que le pregunten a monseñor Hernando de Talavera, o cualquier persona que, en su tiempo, hubiera leído con acierto el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, en el que no es posible legitimar, ni de lejos, la tortura como herramienta de evangelización. Por tanto, ninguna página controvertida debe ser pasada con ligereza en la vida de Isabel, y ninguna debe arrancarse con esa tan manida excusa según la cual no es posible juzgar el pasado con criterios del presente.
En segundo lugar, y en un equilibrio inestable con el principio anterior, es necesario profundizar, con honestidad y realismo, sin cesiones ni generalizaciones, en las severas encrucijadas históricas en las que se desarrolló la vida de la monarca. El frágil equilibrio geopolítico y religioso de su tiempo pudo haberla llevado a tomar decisiones más o menos impopulares, que hoy no gozarían de respaldo, pero que resultaron cruciales en su tiempo para que, por ejemplo, hoy Europa sea un espacio de libertad y paz efectiva o para que los nativos de Latinoamérica no fueran vilmente exterminados como, de hecho, sí sucedió en otras partes del nuevo continente.
Lo que una canonización proclama es que sus obras y sus virtudes son heroicas
En tercer lugar, es necesario tener muy en cuenta que una canonización no solo constata la santidad de vida de una persona, lo cual sería una obviedad. Lo que una canonización proclama es que sus obras y sus virtudes son heroicas, y que su vida, además, es modélica y programática para el resto de cristianos del tiempo en el que se proclama su santidad. No basta, por tanto, con demostrar que fuera Isabel una santa, sino que su santidad ha de ser considerada como una propuesta cabal para los cristianos del tiempo presente.
En cuarto lugar, debe también tenerse en cuenta –en materias relacionadas con el poder, la conquista o la guerra–el principio conciliar según el cual a las realidades temporales les corresponde una justa autonomía para conseguir los fines que se proponen, y que, en consecuencia, no es posible una instauración mimética e inmediata de los principios evangélicos a la cosa pública, como si de una nueva teocracia se tratara. Esto implica, por ejemplo, que no es posible exigir el principio de la «otra mejilla» a un gobernante que busca sentarse de manera legítima, frente al usurpador, en el trono que le corresponde por derecho, o que no se puede esgrimir el argumento de la cruz para evitar una guerra que, por su parte, salvaría a una población entera de ser exterminada por el extranjero, junto con los valores que dan hechura y consistencia a dicha nación.
En quinto lugar, y por último, conviene saber que los santos tienen defectos, y que son canonizados por solo aquella parte ínfima en la que logaron participar de los bienes incontenibles y desbordantes de la vida de Jesús, recibida como carisma del Espíritu de Dios. Nadie, más allá de Jesús y la Virgen, queda indemne de un examen exhaustivo de sus palabras y obras desde su niñez hasta su muerte. Tampoco ha de ser así para la reina Isabel.
Valgan estas premisas para establecer un debate justo y apropiado sobre el asunto. Y que Isabel ruegue por todos nosotros, si es que efectivamente se encuentra ya gozando de los bienes de la corona verdadera, que es la de Jesucristo, nuestro Señor.