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II parte de la entrevista al escritor

Juan Manuel de Prada: «El final del mundo no será por una tempestad sino por la apostasía»

Continuamos con la conversación mantenida con el prolífico escritor católico

Tras la primera parte de la conversación en el Café Varela con el prolífico escritor católico Juan Manuel de Prada, recogemos el testigo donde lo dejamos.

–Hablábamos de prohibir la verdad. Ahora que en Occidente estamos batallando por el género neutro, por el «e», como la máxima conquista de la libertad mientras a nuestras puertas se están despellejando por un puñado de tierra quemada, ¿cómo nos encontramos ante el auge del neolenguaje para reconstruirnos?

–El lenguaje es un instrumento de biopolítica, decía Foucault. Si tú cambias el significado de las palabras, consigues que las personas cambien, porque cambia su forma de pensar, su relación con el mundo. Tenemos que resistirnos a esta forma de colonialismo. Cualquier persona que tenga un mínimo de sentido común y, por lo tanto, de conciencia de lo que está sucediendo, tiene que esmerarse por no aceptar este retorcimiento del lenguaje o estas utilizaciones ideológicas de las palabras. Ante esto, no hay más posibilidad que el testimonio, que las palabras de tu boca sean para ellos más atractivas que las que dicen los manipuladores. Pienso que tenemos que estar en aquellos lugares en donde la palabra es el centro de la celebración. Yo siempre he dicho que me parece una vergüenza que en las universidades católicas o que en el ámbito educativo católico cada vez se le esté dando más protagonismo a una serie de técnicas o de pseudo saberes que sí, seguramente garantizan un éxito profesional, que seguramente generen mucho dinero, pero que al final dejan de lado aquellas disciplinas que son las constitutivas del acervo cultural católico, que tienen que ver con el pensamiento, que tienen que ver con la palabra, que tienen que ver con el arte. Me parece muy peligroso que están totalmente descuidadas las humanidades, las artes o la filosofía. Esto, sencillamente, me parece trágico. Tenemos que ser Palabra Viva frente a estas manipulaciones del lenguaje, tenemos que recuperar con naturalidad, sin estridencias, con sentido del humor, las formas de comunicación que cada época. Recuperar un lenguaje que vuelva a designar la realidad de lo que las cosas son verdaderamente.

–¿Es sostenible ir contra el mandato del amor natural, de atender a lo que somos y a los anhelos que estamos hecho? ¿Podemos llegar a estar tan embotados que se nos escape el reclamo de las cosas con sentido?

–Cuando vamos contra nuestra naturaleza, generamos insatisfacción, trastornos y disfunciones. Yo tengo amigos que son psicólogos o psiquiatras veteranos que a lo mejor llevan 40 años ejerciendo la profesión y que te lo dicen de manera evidente: se ha multiplicado por cuatro, por cinco, por seis la clientela. Y en todos ellos hay un mismo patrón: el progresivo deterioro espiritual, anímico, mental que tiene nuestra sociedad. O sea, que cada vez hay más personas que tienen graves problemas y casi siempre sus problemas están asociados al hastío que determinadas formas de vida llevan consigo son radicalmente opuestas a las ideas circulantes. Necesitas poner en antecedentes a la gente y muchas veces, como en una tertulia radiofónica, e se parte de una premisa que es la que en el programa o en el medio de comunicación en cuestión se desea que imbuir a sus oyentes, a su clientela. Es muy difícil trasladar ese debate, el del sentido común, el de lo natural, a otras coordenadas. Simplemente no se puede. Es imposible.

–Estamos en un periodo sinodal, de reflexión sobre cuál debe ser el rol de la Iglesia en la sociedad de hoy en día. Viendo la que está cayendo, algunos quieren escuchar los tambores conciliares. Como católico, ¿qué espera de él?

–¿Qué se dice en las cartas a las siete iglesias del Apocalipsis, en aquellas iglesias en donde en donde la crisis es más evidente? Lo que se les recomienda a estas iglesias es: «conserva lo que tienes». Creo que la única manera que la Iglesia tiene de ser fecunda en cada época es la fuerza de su tradición. Es evidente que no puede ser una cosa necrosada o fosilizada. La tradición no es eso. Como dice la célebre frase de G.K. Chesterton: «La tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas». No creo en opciones benedictinas. Esa es una solución peligrosa. También Benedicto XVI lanzó esa idea de una Iglesia de minorías, de las minorías perdidas. Está claro que la Iglesia es una cuestión de minorías, pero tienen que estar en el mundo. El alma no está a gusto en el cuerpo. Al alma le gustaría volar; le gustaría ser grácil, etérea, no estar impedida por un saco de huesos. Y mucho menos si es de michelines, como es mi caso. Pero el alma tiene la obligación de estar en el cuerpo hasta la muerte física. El cristiano tiene que estar en el mundo sabiendo lo que tiene que ofertarle, que no es otra cosa que la eterna novedad de su fe. Ahí está la mayor fecundidad. Y esa eterna novedad creo que como encuentra una mayor fecundidad es a través de la recuperación de la tradición y de la encarnación de esa tradición en cada momento histórico concreto. Aquello que dice San Agustín cuando se convierte: «Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva». No podemos hacer una Iglesia nueva sin mantener una iglesia antigua.

–¿Puentes sí con el mundo de hoy o puentes no?

–Creo que la Iglesia tiene que abrir su abanico. La Iglesia, de forma inconsciente, encontró en la defensa numantina de una serie de posiciones la manera de estar en el mundo. Eso puede ser un error. Pienso, por ejemplo, que pronunciarse contra el aborto y olvidar otra serie de cuestiones puede ser un error. Si tú quieres defender la vida, también tienes que defender salarios justos, tienes que defender formas de vida que le permitan a la gente tener hijos y educarlos como se deben educar. Y para eso, esos hijos necesitan vivir en unas condiciones dignas y por lo tanto hay que hacer mucho énfasis en la cuestión social. Con lo que no puedo estar de acuerdo es con que se adopte el lenguaje del mundo, en materia de ecologismo, cambios climáticos… El final de los tiempos, más allá de que venga precedido por signos materiales, será causado por razones espirituales. El final del mundo no va a ser porque haya grandes tempestades ni grandes cataclismos. El final del mundo va a ser por la apostasía y va a ser por una serie de razones de índole sobrenatural. Si la Iglesia quiere interpelar, sobre todo a la gente joven, tiene que ofrecerles un compromiso fuerte, una alternativa radicalmente novedosa.