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El deber de imaginar el desastre

La guerra en Ucrania representa, desde la perspectiva de quienes seguimos disfrutando del período de paz, otro de esos acontecimientos que revelan el grado de irrealidad en el que parece haberse acostumbrado a vivir Occidente

El 22 de julio de 2011, Anders Breivik, un activista neonazi, hace detonar un coche bomba en el distrito gubernamental de Oslo. Como consecuencia de la explosión, mueren ocho personas. Acto seguido, toma un ferry con destino a la cercana isla de Utoya, donde la Liga de la Juventud (la sección juvenil del Partido Laborista noruego) celebra un campamento, y, una vez allí, abre fuego sobre la multitud y causa la muerte de otras sesenta y nueve personas, en su mayoría adolescentes. En agosto de 2012, un tribunal noruego lo condena a veintiún años de cárcel.

Veintiún años por setenta y siete asesinatos. Pero veintiún años es la pena máxima que contempla el código de justicia noruego. La noticia se recibe con estupor en el resto del mundo, aunque no así en Noruega, donde, antes de que se dicte sentencia, ya debe de haber cundido un cierto sentimiento de desolación ante la lenidad de la pena que lleva aparejada la masacre.

Las preguntas acerca de cómo es posible que el ordenamiento jurídico del país escandinavo no hubiera previsto castigos más severos para crímenes de semejante magnitud comienzan entonces a circular por los mentideros habituales. De entre las distintas hipótesis, una adquiere cierta enjundia: décadas de apacible convivencia, junto al predominio de una idea de la justicia penal dirigida exclusivamente a la reinserción del condenado, habrían propiciado un escenario en el que la posibilidad de que el mal irrumpiera con la fuerza con que finalmente lo hizo parecía descartada.

Vivir con el alma en vilo, temiendo la irrupción de alguna fuerza aniquiladora, rebaja la existencia a una condición no muy alejada de lo puramente biológico

El ejemplo noruego nos sitúa ante la cuestión esencial: cuánta ingenuidad puede permitirse una sociedad antes de verse a sí misma sacudida por la conmoción de un suceso que, en su arrolladora desmesura, no hace sino poner en evidencia su indefensión. También la guerra en Ucrania representa, desde la perspectiva de quienes seguimos disfrutando de un largo y venturoso período de paz, otro de esos acontecimientos que revelan el grado de irrealidad en el que parece haberse acostumbrado a vivir Occidente. Recordemos: un escalofrío incrédulo recorrió esta parte privilegiada del mundo en las horas que siguieron al estallido del conflicto. Muy pocos daban crédito a lo que estaba ocurriendo. Muy pocos habían dispuesto su ánimo para encajar la evidencia de que, al margen de cuáles sean nuestros deseos, el mundo sigue girando de acuerdo a sus lógicas implacables.

Vivir con el alma en vilo, temiendo en todo instante la irrupción de alguna fuerza aniquiladora que nos borre de la faz de la tierra, rebaja la existencia a una condición no muy alejada de lo puramente biológico. Nos devuelve a un estado de naturaleza –por recurrir a la terminología de Hobbes– a resultas del cual la angustia por la supervivencia y el esfuerzo por aplastar al enemigo eclipsan el resto de vertientes que conforman la prodigiosa aventura humana. Pero, en el extremo contrario, dar la espalda a las duras insinuaciones de la ferocidad que acecha bajo la piel de la historia nos condena a ser devorados por ella.

La creencia de que podemos vivir sustraídos a la común miseria humana, como seres que desde su inaccesible altura moral se contemplan a sí mismos bendecidos por un destino privilegiado, sólo puede prosperar en el seno de una sociedad intoxicada de consignas infantiloides y doctrinas estupefacientes. Una sociedad que haya sustituido la indagación en la historia y el conocimiento acerca de los resortes que dirigen la conducta humana por una sarta de ficciones autocomplacientes.

Por más que entre nosotros el recurso a la «imaginación del desastre» (en palabras de Jerónimo Molina, uno de los grandes estudiosos del realismo político) haya sido descartado, en la experiencia viva de algunos pueblos están inscritas ciertas lecciones que, en los instantes de máximo rigor, les indican cuál es la salida correcta a la encrucijada en la que se hallan inmersos. Por eso, una sociedad debería instruir a cada nueva generación en la destreza de vivir en el dinamismo de un equilibrio nunca definitivo entre la astucia de la serpiente –que le garantiza su supervivencia– y la sencillez de la paloma –que le provee de un sentimiento de confianza en el futuro y de la irrenunciable alegría de vivir–. Quizá fuese del sabio bascular entre esos dos antagonismos de donde Simone Weil extrajera las palabras con las que deseó a los pueblos de Europa un futuro en el que resultara factible «no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados». No obstante, y como ella misma apostilló: «Es dudoso que esto suceda pronto». Sólo queda preguntarse, pues, si al menos una fracción de ese áspero aprendizaje que ahora le ha tocado experimentar al martirizado pueblo ucraniano habrá servido para aleccionarnos también a nosotros.