¿Qué fue del Cumbre Vieja?
La lava del volcán ya es cosa vieja, y la marea de solidaridad ahora se dirige hacia otro lugar mucho más al norte. Sobre las tierras fértiles de la isla bonita pesa más la dura capa del olvido que las toneladas de lava
¿Dónde quedan el volcán de La Palma, Filomena, el virus, y dónde quedará esta maldita guerra? Los acontecimientos históricos solo se pueden registrar en la memoria colectica o en la experiencia personal. Frontispicios, estatuas, nombres de calles y bibliotecas tratan de fijar y dar sentido a lo que pasa, pero si no hay un sujeto protagonista de los acontecimientos, la ola de sucesos se convierte en un sunami arrollador de la personalidad.
Hace tres semanas preguntaba a mis alumnos, en pleno estallido de la bomba Ayuso-Casado, y cuando Rusia ya había concentrado sus tropas en la frontera con Ucrania, qué les preocupaba más, si Ayuso-Casado o la guerra. La respuesta unánime fue «lo de Ayuso». Esto fue un miércoles. La guerra empezó al día siguiente, y el lunes, cuando volvimos a vernos, les hice la misma pregunta. La respuesta, obviamente, fue la contraria. Ahora todos estábamos preocupados por la guerra, y así seguimos, no sabemos hasta cuándo.
Lo que sí sabemos es que ya no hablamos del virus, de vacunas ni de mascarillas. Que el volcán de La Palma, los perros sin dueño, y los dueños sin plataneras no nos importan más. La lava del volcán ya es cosa vieja, y la marea de solidaridad ahora se dirige hacia otro lugar mucho más al norte. Sobre las tierras fértiles de la isla bonita pesa más la dura capa del olvido que las toneladas de lava. Ahí quedan los dramas individuales que ya no tienen la suficiente masa gravitatoria como para atraer las mareas de solidaridad.
¿Dónde queda lo que nos pasa? Mis alumnos de cuarto de carrera han nacido en el año 2000. Cuando tenían un año cayeron las Torres Gemelas, tres tenían con la Guerra de Irak, con cuatro fueron los atentados de Madrid, con ocho la crisis financiera, diez con las Primaveras Árabes, y solo once cuando el 15M vino a acabar con el bipartidismo y la casta. Se asomaron a la adolescencia con la crisis de refugiados de 2015 y las imágenes de la isla de Lesbos. La COVID-19 les partió su experiencia universitaria por la mitad y, ahora que terminan la carrera, lo hacen en un contexto de guerra mundial. Es difícil que tengan memoria y perspectiva de todo esto, es normal, pero es inevitable que en todos nosotros esto deje una impronta indeleble.
La pregunta no es a cuántos me he traído en furgoneta de Ucrania sino con cuántos conservo una amistad auténtica
La información nos llega al minuto y las imágenes tienen el poder de conmovernos, de hacernos mover con lo que pasa. ¿Cómo no sufrir en los 80 con las protestas de la Plaza de Tiananmén, las víctimas de Chernóbil o la Revolución Sandinista? ¿Cómo no compadecerse hoy de las víctimas del volcán, de los muertos en la pandemia o los refugiados ucranianos? Aunque a veces nos volvamos de piedra, y nuestras duras verdades nos inmunicen ante el sufrimiento ajeno, lo natural es sentir un movimiento espontáneo hacia el dolor del otro. Y el «otro», por la estructura informativa de un mundo global, cada vez está más lejos, y cada vez lo sentimos más «prójimo».
No hay nada malo en sentir como prójimo al exiliado ucraniano. Al contrario, hay una profundización en la conciencia de la unidad de sentido del género humano, de la comunión de la humanidad, cuyos ecos bíblicos son innegables. Pero lo que sucede ha de ser registrado, o se pierde. Y el riesgo es que los impulsos generosos hacia el otro se queden en nada por culpa de la hiperestimulación de los afectos. Porque el impulso caritativo no se guarda ni en las redes sociales ni en los libros ni en el diario íntimo. El único lugar en el que se registra lo que nos pasa es en el corazón, en cómo crezco y maduro yo mismo, en primer lugar, cuando hago lo que hago. Y esto tiene un efecto directo e inmediato en las relaciones que construyo.
Ayudar a los palmeros está muy bien, pero más importante aun es profundizar en las relaciones que nuestras acciones caritativas han originado. Dicho de otra manera, la pregunta más importante no es a cuántos me he traído en furgoneta de Ucrania o del Congo, sino con cuántos conservo una amistad auténtica y duradera. La fortaleza de las relaciones que seamos capaces de construir en tiempos de crisis será lo que nos permita volver a empezar una y otra vez. La amistad es el sello indeleble de la caridad.