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Patxi Bronchalo

Matar a Dios, matar al hombre

En un mundo herido el testimonio de los que han curado sus miserias y llevan con alegría su cruz es la mejor medicina para dar esperanza a quien teniéndolo todo vive como un cadáver

Actualizada 08:39

Fue Nietzsche en 1882 en su obra La Gaya Ciencia quien proclamó la muerte de Dios: «¿A dónde ha ido Dios?», gritó, «¡yo os lo voy a decir! ¡Nosotros lo hemos matado: ¡vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!». El superhombre adulto que el pensador alemán anunció que venía ya no iba a necesitar la infantil idea de Dios. Lo que de verdad vinieron fueron dos guerras mundiales y los totalitarismos nacionalsocialista y comunista, convirtiendo así al siglo XX en el periodo histórico en el que más muertes ha dejado la devastación humana.

Aunque ahora todo lo ruso está mal visto no puedo dejar de citar también el famoso aforismo de Dostoyevski, todo un maestro del alma, que seguro ya conocen: «Si Dios no existe entonces todo está permitido». En realidad esta frase no fue escrita así literalmente, sin embargo la idea que expresa sí que está presente de manera clara en su obra Los Hermanos Karamazov.

Uniendo la idea nietzscheana con la dostoyeskiana se concluye que matar a Dios trae como consecuencia la barbarie, pues en un mundo en el que todo vale la herida concupiscente que tenemos los hombres nos lleva a justificar los estragos que hacemos y desemboca en la destrucción de la persona. La verdadera libertad deja de entenderse ya como la capacidad para hacer el bien y se convierte en un «hacer lo que me da la gana» y en una justificación para obrar el mal mientras a mí me beneficie. Esto paradójicamente no nos hace más libres sino que nos esclaviza.

Al matar a Dios la sociedad se ha hecho líquida, sin los anclajes seguros que dan las certezas de saberse amado y comprometido para siempre con una mujer o un hombre, sin grandes convicciones e ideales por los que merezca la pena vivir y morir

Hoy esta idea liberal del «todo vale» se ha instalado en Europa como consecuencia de haber matado a Dios. Hace mucho tiempo que se han dado de lado las raíces cristianas, esas que el magno y santo Juan Pablo II no se cansó nunca de exhortar a recuperar. Hoy muchos europeos se avergüenzan de lo que verdaderamente ha unido alguna vez a nuestros pueblos, que no es el euro, ni la Champions League, sino la fe en Cristo, muerto y resucitado. Un Dios que nos hace hermanos por ser hijos del mismo Padre y que pone la vida de cada persona en el centro, abriendo un camino para los débiles que son excluidos, para los niños que son abortados, para sus madres que no reciben verdadera ayuda, para los ancianos y los enfermos que tienen que aguantar que se les diga que la solución a sus problemas es una jeringuilla eutanásica. Un Dios que derrama el perdón para los parias a los que este mundo les dice que todo vale pero que luego les defenestra cuando hacen o dicen algo que va contra lo políticamente correcto. Ya saben, se dice hoy en el mundo que todo vale pero cuidado con equivocarte porque no te pasan una, mientras se dice también que la Iglesia es la enemiga porque aquí no se permite nada y sin embargo en ella todo se perdona y los apedreados de la sociedad son levantados, abrazados y sentados a la mesa del banquete eucarístico.

La guerra en Europa es también una guerra cultural, y en esa guerra Europa no es fuerte frente al resto de sus enemigos. Al matar a Dios la sociedad se ha hecho líquida, sin los anclajes seguros que dan las certezas de saberse amado y comprometido para siempre con una mujer o un hombre, sin grandes convicciones e ideales por los que merezca la pena vivir y morir. Y sin embargo, aunque se mate a Dios las personas necesitan un punto firme en la vida. Hoy el «dios» que se les ofrece a las nuevas generaciones es pura materia y las oraciones que se le rezan son «más poder», «más tener» y «más placer». Hoy muchos niños y jóvenes ya no se asombran de nada porque lo tienen todo, y aquel Dios con el que asombrarse ya no se les presenta como real. Quien no se asombra deja de preguntarse acerca del porqué de las cosas, quien deja de preguntarse acerca del porqué de las cosas deja de encontrar verdaderas respuestas, quien deja de encontrar verdaderas respuestas pierde el sentido de la vida, y quien pierde el sentido de la vida es carne de cañón de los grandes males de nuestro tiempo: la soledad, la depresión y la ansiedad. Matar a Dios no es liberar al hombre, es condenarlo muerte en vida.

Es urgente mas que nunca no avergonzarse y presentar la locura de este Dios que se crucifica y que conoce el camino para salir de la negrura del sepulcro, de vivir el seno de nuestras familias como el primer lugar de transmisión de la fe, de no esperar que otros vayan a hacer esta tarea por nosotros. En un mundo herido el testimonio de los que han curado sus miserias y llevan con alegría su cruz es la mejor medicina para dar esperanza a quien teniéndolo todo vive como un cadáver. En el Antiguo Testamento, cuando el pueblo de Israel se apartaba de Dios y entraba en el camino de la perdición siempre quedaba un pequeño resto de pobres fieles que mantenía la llama de la fe. Los cristianos hoy somos ese resto. ¿Lo somos?

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