Reportaje
La integración silenciosa en España de los que llegaron en patera
Desayunamos con seis jóvenes venidos de Marruecos, Mali y Afganistán a los que la vida y la huida de la miseria de sus países reunió en un piso en el centro de Madrid gracias al trabajo de la Iglesia católica
Paralela a Alcalá, entre los nudos del callejero de Madrid, hay un piso de acogida para migrantes que el Ministerio de Inclusión, Seguridad Social y Migraciones ha derivado a la fundación La Merced Migraciones -gestionado por los mercedarios- dado el perfil de vulnerabilidad de los chicos que allí viven. Javeed, Mohamed, Salek, Bilal, Bouchaib y Diarra nos invitan a desayunar. Los que llegaron sin nada, salvo con su pellejo y todo un itinerario de miserias y pruebas entre la vida y la muerte en el mar o en corredores deshumanizados, son los que ahora nos invitan a su mesa, a beber su té, a escuchar sus periplos que van dejando atrás por el resplandor de ver como día tras día están cambiando su vida gracias al apoyo de la Iglesia.
Al entrar por el estrecho pasillo, dejando atrás una puerta con cinco cerrojos de los anteriores inquilinos, encontramos una habitación con varias literas y las sábanas revueltas. Alguno de ellos lleva la fregona en la mano, otro se afana picando pimientos en la cocina, otro repasa las ventanas. Se acaban de despertar. En poco tiempo tienen que salir a sus clases de español. Nos reciben en pantalón corto, con chanclas del Real Madrid y una bandera de España de fondo.
¿Achraf? Ojalá estuviera en el Madrid
«Tienen entre 18 y 21 años y llegaron en una situación de extrema vulnerabilidad», señala Antonio Moreno, educador social de La Merced y responsable de la gestión de uno de estos 19 pisos de acogida que los mercedarios tienen distribuidos por España. «El equipo que formamos en la Fundación trabaja para cubrir las necesidades básicas de estos chicos, para que sepan tramitar la documentación que necesitan para estar con todas las coberturas necesarias y poder desenvolverse cuanto antes en el país. Les ayudamos con formación para que puedan ser personal cualificado que el día de mañana les permita poder trabajar y hacer su vida».
Entre que salen los huevos con pimiento rojo, mientras silba la tetera, Salek y Mohammed nos comparten su día a día mientras adecentan el cuarto, sus especulaciones de cara a esta próxima Champions para el conjunto blanco, del cual los dos se pronuncian como fanáticos de pro, y sobre su día a día con sus compañeros de piso.
La rojigualda no es atrezo
Cuando preguntamos a los chicos y al educador social por la bandera que pende de una de las paredes del cuarto, nos insisten que eso no está ahí «porque hayan llegado las cámaras» sino porque les gusta este país, porque están agradecidos con él porque les esté brindando una oportunidad de tener un futuro mejor para ellos y sus familias. «La Merced Migraciones es una respuesta de la Iglesia. Es una respuesta dentro de los valores cristianos que mueven Occidente y es también una respuesta al compromiso que debemos tener hacia las personas sin juzgar la etiqueta de procedencia, color de piel, género... No creemos en personas de primera, segunda, tercera, cuarta o quinta categoría, sino que identificamos la igualdad y dignidad de cada una de ellas», apunta Luis Callejas, director de la Fundación.
«Para mí –nos dice Antonio Moreno cuando le preguntamos por el eco de su trabajo– el ver que los chicos se van insertando, aprendiendo nuestro idioma, que acuden a las formaciones, que aprenden un oficio y que van ampliando paulatinamente su red social en España es un gusto», señala el educador social justo cuando llegan los platos para disfrutar de un rato de convivencia antes de que cada cual salga a sus quehaceres.
Ecos en el mar silenciados a balonazos
Como Alpha Diallo, otro de los 'rescatados' por La Merced que estuvo ocho horas en una balsa de plástico, las historias de estos seis chicos que juegan a la pelota cada vez que tienen ocasión, que van haciendo amigos de aquí, de Madrid, les sirve para desposeerse de las etiquetas con las que políticos y sociedad civil los trata de arrinconar con preceptos falaces como que vienen a España para robar el trabajo que nadie quiere hacer, a menguar las pensiones esquilmadas por los adanes soberbios incapaces de gestionar un país o a saturar el sistema sanitario que, visto lo visto, no necesita ningún factor más para demostrar sus deficiencias estructurales ni menguar la valía de quienes siguen al pie del cañón. «Yo soy de Huelva –indica su educador–, de uno de los barrios más excluidos de la ciudad. Desde mi infancia he visto la necesidad de intervenir, de ayudar a la población migrante, de estar cerca de los drogodependientes, de los que caen en la prostitución, etcétera. Siempre he tenido claro que quería trabajar con quien lo necesitase y ver si podía aportar un poco de luz. Y me quedo con eso. Con la satisfacción de que el día de mañana, con su esfuerzo y dedicación y si todo va bien, van a tener un trabajo y ayudar a sus familias en origen. Ahí me doy cuenta de que tengo el mejor trabajo del mundo».
Nos vamos antes de que salgan los chicos. No hay cerrojos que descorrer. En las estanterías quedan una Biblia y un Corán que conviven en quietud con otros clásicos con las costuras deshilachadas y los lomos desgastados por el sobe. «Nosotros trabajamos desde el respeto. El hecho de que convivan distintos credos no supone ningún problema. Aquí cada chico tiene su situación personal. No juzgamos. Aquí impera la convivencia».