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Los dados

A mis dados, a los que me usan como catalizador de penas y expectativas mal ordenadas, les digo que qué gran misterio es aquel que está al final de un tubo de escape, donde un cúmulo de piedras preciosas extraídas de cualquier mina africana trabajan en silencio para absorber los gases más nocivos del motor

Cada noche al volver de la redacción, en el pórtico de Caja Rural de Granada, está él. Embutido en su saco, con las piernas flexionadas como el que se aferra a su almohada por todo aquello que se le escapó por incompetencia o por impotencia que, al caso, lo mismo da. A su lado, una mochila de Quechua en buen estado y una pequeña botella de agua.

Las pocas veces que le he visto despierto, por ser él madrugador y yo lechuza ajada, me dedica una sonrisa sin dientes. No porque le falten –o eso quiero creer– sino más bien porque tiene una tupida barba, relativamente bien cuidada, que le disimula los labios. Cuando no hago contacto visual con él –que es la mayor parte de las veces–, le veo con la mirada clavada en algún pasaje del pasado. «Ese hombre está penando algo», le dije a mi mujer hace no mucho, pensando en aquellos cuentos de la mitología hindú donde el padre de familia, cuando le daba la ventolera, se desposeía de las chanclas, dejaba la azada y el zurrón en la puerta, cogía al varón mayor de la casa y juntos, igual de desnudos, se iban a experimentar el límite de la compasión humana en el ejercicio de la limosna.

Alguna vez hicimos el amago de darle unas monedas y él, sereno, encajando bien la ofensa, declinaba con la mano en un gesto de sincera gratitud. Un par de noches después le llevé una bolsa de mandarinas y unas cuantas latas de atún que, por ser de muy malas calidades, nosotros no nos íbamos a comer. En mi fuero, queda siempre la imagen de lo que mis demonios quieren ver. A saber: imaginarme a aquel vagabundo con ademanes del sha de Persia levantarse quedamente, dirigirse al contenedor más cercano y echar mis desperdicios a cualquier vertedero de Madrid. Pero eso solamente son mis demonios, que claman por seguir las tesis del enfermo Raskolnikov y su singular idea a propósito del reciclaje humano. Cuando aquel sentimiento me punza por querer herir al miserable por no ser éste agradecido con mis despojos, me doy cuenta de que la perspectiva con la que nos juzgamos depende de quien sea capaz de decodificar nuestros pensamientos más sucios y rastreros; de quien sea capaz de interpretar nuestros actos como realmente son: un cúmulo de rarezas centradas en alimentar nuestro egoísmo.

Al día siguiente, con el sentimiento de culpa a cuestas, de camino al colegio de las niñas, no queda ni rastro del hombre que desde hace tres meses duerme frente al tibio cristal del banco que emana algo de la calefacción prendida durante el día. Jimena me pregunta: «¿Dónde se ha ido el señor, papá?». Y yo le contesto: «Seguramente a dar un paseo». «¿Por qué duerme en la calle, papá?». «Espero que algún día podamos ser sus amigos para que nos pueda responder con sinceridad».

Cuando hablamos de «los dados» nos referimos desde el ámbito de Iglesia a la comunidad más estrecha que conforma nuestro mosaico de caras que, de alguna forma, nos explican. Los calambures a los que juega la lengua al dotar de distintos significados a palabras idénticas me parece una aproximación novedosa al trile divino. «Los dados». Dados que salen como salen después de varias jugadas fortuitas donde sus cubículos marcan unos símbolos que puede que tengan algún propósito o significado oculto. Hagan la prueba. Coloquen un dado frente a cualquier persona. No podrá evitar lanzarlo y esperar el seis que le invite a volver a lanzarlo con la esperanza de que le vuelva a salir otro seis.

Medio año después del lanzamiento de El Debate, los que están en los mástiles, los que calan con brea el contrachapado, los que se turnan al timón, los que despliegan las velas, los que saltaron por la borda y los que bregan en las galeras cuando no hay ni una pizca de viento, todos esos dados, jugamos para que nos vuelva a salir seis. Cada uno desde sus tensiones, bajezas y virtudes contrastadas. Todos estos ansiosos por los espacios de libertad, por sillas sin una cámara en el cogote o un micro en la solapa de la cajonera, luchan para custodiar la enclenque hebra que hilvana el anhelo de una vida dedicada a una vocación condicionada a subsistir bajo el estertor del poderoso, como si la profecía de Melquíades nos igualase a aquel fatal destino con el que se desenvolvió la historia del primero al último de los Buendía; con el patriarca atado a un árbol y el tataranieto devorado y arrastrado por una marabunta de hormigas rojas.

A mis dados, a los que me usan como catalizador de penas y expectativas mal ordenadas, les digo que qué gran misterio es aquel que está al final de un tubo de escape, donde un cúmulo de piedras preciosas extraídas de cualquier mina africana trabajan en silencio para absorber los gases más nocivos del motor. «¿Por qué son preciosas las piedras preciosas?», se preguntaba Aldous Huxley en 1959 en la Universidad de California. Y 63 años después Higinio Marín contesta: «Todo su excepcional y colorido brillo o luminosa transparencia es sencilla e increíblemente real, inalterable y duramente real». Esos son mis dados: fragmentos de la realidad que me apaciguan, que me abajan, que me ensalzan y me miran desde lo inasible de sus recuerdos con una ternura que no me pertenece ni me corresponde. Porque yo he sido dado antes de que llegasen a mí estos dados.

La otra noche, que llovía por Mariano de Cavia, creando charcos de neón por las aceras, haciendo de los adoquines toboganes improvisados, él no estaba dentro de su caparazón de tela. Estaba con la vista clavada en el cielo, contemplando a la luz de una farola los primeros tallos de la primavera en el Castaño que estaba frente a él. Y me sonrió. Y yo le devolví la sonrisa alzando la mirada, sintiendo la lluvia en la cara para después irme a dormir a mi casa y él a su pedazo de tierra frente a la Caja Rural de Granada.