¿Y del hombre, qué?
Parece que en lugar de querer construir juntos y mejorar, hay quien querría ver desaparecer al varón, o en todo caso que este pase toda su vida pidiendo perdón y humillado por una serie de comportamientos que nunca ha cometido
Me sorprendo a veces a mí misma ante determinadas reacciones que en otro momento ni me habrían llamado la atención. En torno al varón y a la mujer.
Especialmente teniendo en cuenta que estamos en un momento en que lo femenino y la propia mujer se exalta constantemente. No me voy a quejar yo de eso. Me alegro mucho. Me encanta ser mujer y ni sabría, ni querría ser de otra manera. Y creo que vivimos en un lugar privilegiado, con todos sus defectos, en el que por donde vayas encuentras ejemplos de mujeres, muchas, muchísimas, estupendas y que en absoluto están en una posición social inferior. Académicas, rectoras, abogadas, médicos, economistas, políticas, jueces, empresarias,…
De lo que sí me quejo, y mucho, es de cierta tendencia, institucionalmente muy desarrollada (especialmente si esas instituciones o chiringuitos dependen de un ministerio), en la que la exaltación de la mujer conlleva denigrar al hombre.
Paradójicamente, en un momento que criticamos la hostilidad, el enfrentamiento, la violencia –y hacemos muy bien en criticarlo–, esa tendencia se construye sobre la hostilidad hacia el hombre que, según ese discurso repetido hasta la saturación, es supremacista, es violento, es opresor. No sé hasta qué punto ni por qué nuestra sociedad compra ese discurso. Yo tengo padre, tengo marido, tengo hijos varones, tengo tíos, primos, amigos y estoy muy orgullosa de ellos. Y no creo, más bien estoy segura de no ser la única mujer que se siente así.
Porque curiosamente parece que en lugar de querer construir juntos y mejorar, hay quien querría ver desaparecer al varón, o en todo caso que este pase toda su vida pidiendo perdón y humillado por una serie de comportamientos que nunca ha cometido, o tan solo por el mismo hecho de ser hombre, por eso creo que es necesario destacar las virtudes masculinas.
No se trata de que la mujer no sea generosa, fuerte, valiente y emprendedora. No se trata de que no cuide
La lealtad, en una sociedad cambiante, en la que parece que el arraigo, el compromiso con las causas, con las personas, con las instituciones, no están de moda, se convierte en un bien escaso. Que en cualquier caso hay que difundir y potenciar. Esa lealtad, que ya vemos en los niños desde pequeños (con su familia, con sus amigos) es un bien que no podemos dejar que desaparezca en un ambiente en el que se exalta el individualismo y se premia comportamientos desleales.
La fortaleza, propia de la fuerza pero que a su vez procura «vencer el temor y huir de la temeridad» y que le lleva a emprender las tareas a las que se siente llamado de una manera decidida y directa, a pesar en muchos casos de los inconvenientes que sabe que va a encontrar.
La nobleza, la generosidad, la caballerosidad, que en este mundo tan al revés hay quien las usa más como un insulto que como una virtud, pero que, de hecho, desarrollan en el hombre una tendencia a la protección de lo que cree que vale la pena.
El hombre tiende a proteger y a defender aquello que le es encomendado, que es más débil. De una manera muy distinta a lo que supone el instinto natural que tiene la mujer para cuidar, pero que complementa ese cuidado en otras dimensiones. Y que supone en muchas ocasiones el heroísmo y la entrega, no solo en las grandes gestas, si no en las minucias que, como decía Chesterton, se convierten en enormes y que construyen nuestra vida.
No se trata de que la mujer no sea generosa, fuerte, valiente y emprendedora. No se trata de que no cuide. Claro que lo es, pero de otra manera. Porque esa es la grandeza y la complementariedad de lo masculino y lo femenino.
No quiero, ni puede ser buena, ni en absoluto es el camino, una sociedad en la que para que la mujer destaque, el varón tenga que desaparecer. O que tenga que dejar de ser hombre. O padre. O marido.
Quiero una sociedad desarrollada, buena y fecunda, en la que, orgullosos de lo que somos, sepamos transmitir la dignidad y la belleza de esa complementariedad.
- Carmen Fernández de la Cigoña es directora del Instituto CEU de Estudios de la Familia. Doctora en Derecho. Profesora de Doctrina Social de la Iglesia en la USP-CEU. Esposa y madre de tres hijos