¿Era pecado la piratería?
Si algo es gratis en internet quiere decir que, en todo caso, el producto somos nosotros. Pagar nos libera de ser explotados como objeto de rentabilidad
En el año 2016 la Conferencia Episcopal Española sacó un documento que sorprendió a muchos. En contra de lo acostumbrado, los obispos españoles tomaron la delantera en un tema sobre el que la Iglesia no había dicho gran cosa. Decían que piratear contenidos audiovisuales estaba mal. Y, siendo honestos, lo defendían con muy buenos motivos. Tanto fue así, que nos creó muchos problemas de almohada a los que pirateábamos, sin ton ni son, con la mayor impunidad de conciencia.
Cuando la Conferencia Episcopal emitió dicho documento, era una hazaña heroica no piratear. Si alguien quería mantener un ritmo de consumo regular –para una persona que ame el cine o las series, digo– tenía que desangrarse sobre el mostrador de las casas de alquiler o en la sección de pelis de Alcampo o El Corte Inglés. Luego vino Google Play y las incipientes plataformas de contenidos online. Pero también costaban un riñón, en números relativos. A mí no me hubiera temblado el pulso para firmar el decreto de canonización de una persona que, en pleno uso de sus facultades, declinara, exclusivamente por motivos de conciencia, pagar dolorosamente un contenido que, con mucho menos esfuerzo físico, podía adquirir gratuitamente y sin consecuencias legales.
En realidad, mucho ha cambiado la situación desde entonces. Tras la eclosión de las grandes plataformas de pago como Netflix, Prime Video, HBO o Disney+, es posible acceder a contenidos audiovisuales prácticamente ilimitados por el precio de una irrisoria mensualidad. Y digo irrisoria porque una suscripción mensual a Netflix sigue siendo más barata que lo que costaba un solo DVD en mis años mozos. Hoy lo difícil es tener paciencia para piratear, esquivando la nube ingente de anuncios y virus que te asaltan en esas páginas de dudosa reputación. Lo fácil, por el contrario, es pagar la suscripción y sentarse en el sofá a ver pasar capítulos de la serie de moda hasta que el día despunte.
Si una red social es gratis, entonces intentará rentabilizarnos por otros medios
Pagar una suscripción a una plataforma audiovisual tiene incontables beneficios sociales. El primero de ellos es que estamos dando trabajo a un montón de personas reales. El segundo, quizá más importante, lo han venido reivindicando grandes expertos, como Jaron Lanier, el autor de Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, quienes consideran, y no sin razón, que todo en internet debería ser de pago. Lo gratis es una trampa porque, en realidad, nada es gratis. Si algo es gratis en internet quiere decir que, en todo caso, el producto somos nosotros. Pagar nos libera, sobre todo, de ser explotados como objeto de rentabilidad. Si una red social es gratis, entonces intentará rentabilizarnos por otros medios, haciendo explotar nuestro cerebro mediante la captación de la atención, por la polarización de nuestras opiniones, a través de la obtención de datos privados y bajo la ofensiva violenta de los anunciantes. Pero el cliente que paga se hace respetar, porque ha decidido no ser él el producto de mercado.
Hoy es más pecado piratear que antes, y menos virtuoso pagar por lo que consumimos. El desafío a nuestra espiritualidad, sin embargo, sigue siendo el mismo. Para un habitante del continente digital es tan difícil mantener la salud espiritual como lo sería para una persona mantenerse en su peso ideal comiendo todos los días en un buffet libre. El peligro es el atiborramiento, el ensanche estomacal, la anestesia de nuestra sensibilidad mística, la mundanización de nuestros apetitos, el debilitamiento de nuestras virtudes cristianas, el aburguesamiento de nuestra caridad y el descenso de nuestras prácticas católicas.
Hoy el que piratea lo hace generalmente por ahorrarse los cuatro cochinos euros al mes que cuesta una suscripción compartida de Netflix. Creo que se debe a ese gustirrín que da pecar, como decían los de Martes y Trece. Pero más pecado tiene, sin duda, a los ojos de Dios, quien, adormilado por el atiborramiento de su cena audiovisual, abandona a su Hijo Jesucristo en un momento tan crucial como la oración del huerto. Dios ansía amorosamente nuestra compañía, en sus largas horas de calvario y soledad. Y puede ser que nos encuentre viendo ocho horas al día de series mientras que su Hijo, sudando sangre, nos pregunta, una y otra vez, «¿No habéis podido velar ni una hora conmigo?» (Mt 26, 40).