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Espiral de palmas

Después de palmear el ambiente, de inundar de perfumes el aire, de rozar la túnica con las ramas de olivo, de entonar hosannas y aleluyas, cinco días después, el Hijo del Hombre con quien compartían el pan y el camino, está dando algo de sombra desde lo alto de un madero a los espectadores del Gólgota

Ocurre cada vez que Benzema mete un gol en tierras anglosajonas o ante los nuevos sarracenos de nuestra era. También cada vez que alguien trata de engañarse en público diciendo: «La última y me voy a casa», para aplauso de los vivos; de los sorbedores de chupitos. Pasa en el banquete alucinado de la Viridiana de Buñuel, en los cierres de la saga de American Pie, en los compases de El mal querer y en la Jerusalén de hace casi 2.000 años.

El Rey de la Paz, a lomos de un pollino, revestido con toda la gloria que la mundanidad se puede permitir, entra por la puerta reservada al Mesías haciendo inteligible a los «arameos errantes» asentados en un pedregal la profecía de Zacarías: ¡Salta de gozo, Sión; | alégrate, Jerusalén! | Mira que viene tu rey, | justo y triunfador, | pobre y montado en un borrico.

Y después de palmear el ambiente, de inundar de perfumes el aire, de rozar la túnica con las ramas de olivo, de entonar hosannas y aleluyas, de gritar las mercedes recibidas por el Hijo del Hombre durante su vida pública, cinco días después, aquel Cristo con quien compartían el pan y el camino, está dando algo de sombra desde lo alto de un madero a los espectadores del Gólgota.

Existen una serie de acontecimientos cuyo poder de transformación no puede ser explicado solamente con palabras. De hecho, por hacer justicia a las experiencias poéticas, estéticas, antropológicas y chabacanas, las palabras que empleamos para describir con toda su intensidad lo más radical de lo vivido, la mayor de las veces –como ante un altar con un cura por testigo o un paritorio que acoge el primer yanto de tu estirpe–, apenas llegan a una milésima parte de la densidad de lo que se trata de definir. Así de frágil es la diamantina de los sustantivos y calificativos. Así son ante en estos momentos las palabras; mapas en la oscuridad sin una lumbre cerca que ilumine los trazos; un grito en el desierto cuya esterilidad solamente puede ser anulada, fecundada y redimida por una Palabra Viva.

Preparándonos para la catarsis del chivo inmolado, cuyas proezas, prodigios, esperanzas y consuelos quedarán en vilo cuando se desnuden las custodias, cuando la fe orgiástica quede salpicada por la sangre de las espinas, conviene decir aquello que decía Romano en el último acto de su patética obra: «Yo soy un ser ordinario, pero no hay por qué preocuparse, está bien. Está bien así».

Está bien así porque tres días después, el Redentor suprimirá los carros de Efraín | y los caballos de Jerusalén; | romperá el arco guerrero | y proclamará la paz a los pueblos. | Su dominio irá de mar a mar, | desde el Río hasta los extremos del país.

Y volveremos «a beber y a bailar rocanrol» para terminar en «el vacío y la soledad», viajando «en taxis a toda velocidad» por calles fregadas a presión y pétalos de rosas apilados en la margen del asfalto para ser, dos días después, un montículo seco de nada.

Y así cada año, cada Semana Santa, hasta el final de los tiempos. Es lo que está escrito. Es lo que se ha vivido. Es lo que no se puede explicar.