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CARTAS DE LA RIBERA

La tradición, por delante

Las almas llenas de santa ausencia no explotan en orgía carnavalesca, sino en un éxtasis de silencio

Dirán que en Semana Santa los de Valladolid estamos para sacar procesiones, y es verdad. En estos días no nos oirán hablar de otra cosa. Somos barrocos, hemos aprendido a mirar el mundo moderno con los ojos de la Dolorosa, y a nosotros mismos en el cuerpo yacente de Gregorio Fernández.

Cuando sacan el paso, es el paso el que nos saca a todos. Salen a la calle nuestros silencios, nuestros sentimientos más hondos, las lágrimas, los años pasados y toda la esperanza repujada a golpes de martillo. Salen como afluentes que manan de cada portal. Por las calles corren regueros de paz que van a parar al río que es la procesión. Y lo que nos cuesta sacar el silencio que anida en el alma, la angustia que no sale, la que no se expresa, la que se disimula y nos inquieta, sale ahora como caldo descorchado de una vieja botella.

Estos días vienen en nuestro auxilio para hacernos implosionar, porque las almas llenas de santa ausencia no explotan en orgía carnavalesca, sino en un éxtasis de silencio.

Son días de pasión, de Christus passus, de vivir la paciencia del que todo lo espera, y nada tiene. Son días de inversión, de ponerlo todo del revés. De sacar a la calle lo que nos ocultamos a nosotros mismos, de hacer público lo más privado, de tirar las tripas por la ventana y hacer callar las plazas. De vaciar el templo y pasear las heridas, de tardes sabáticas y últimas cenas.

Vivo la tradición como quien pasea por un museo, impactado por la belleza o la fuerza de sus cuadros, pero incapaz de sentarme en una de sus salas

Cuando uno ha aprendido a amueblar las moradas del alma con los tapices de la pasión, como es mi caso, verse privado de esta tradición es como privar del llanto a un niño, y del canto a un pueblo. Y eso me pasó a mí, como también les ha pasado a tantas familias que, en los años de posguerra, abandonaron los pueblos y buscaron la vida nueva que prometía la capital. Desde entonces soy turista en mi propio pueblo, paseo las calles que llevan los nombres de los míos y les hago una foto, que es la forma más precaria de apropiarse de lo extraño.

Vivo la tradición como quien pasea por un museo, impactado por la belleza o la fuerza de sus cuadros, pero incapaz de sentarme en una de sus salas, descalzarme y poner los pies sobre la mesa. En un museo no termino de estar a mis anchas, y no pasa nada grave, pero cuando uno no está a sus anchas con su propia tradición, entonces vive como ausente, en una sala con eco, en un hotel con las maletas a medio deshacer.

Lo que os quería contar es que este año es diferente. Mi familia es de Peñafiel, Valladolid, desde que hay memoria histórica, pero en mí hay un desarraigo heredado que pesa. ¿Cómo vas a ser de aquí si no tienes peña para las fiestas y cofradía para la Semana Santa? Yo no he tenido ninguna de las dos cosas nunca, pero el caso es que, por cosas de la vida, mi hija tiene de compañera de clase a una amiga que es del pueblo y le ha invitado a salir en procesión con su cofradía, la de los Pasionistas. Será la primera de los nuestros que vuelva a salir desde hacía muchos años.

Una niña de doce años es la puerta de entrada para mí a un mundo que ya me era extraño. La tradición es algo que se hereda, que pasa de generación en generación y que se supone que pasa de padres a hijos, como la vida. Pero este año soy yo el que voy detrás de ella, el padre detrás de la hija. Que tus hijos te sigan es algo natural y hermoso, pero ser padre y descubrir que puedes seguir a tus hijos, es algo de otro mundo.

No estaba la vida por detrás, sino por venir, y gracias a Elena he comprendido por qué la tradición siempre va por delante.