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Mel Gibson junto a Jim Caviezel en el rodaje de 'La Pasión'

El Vía Crucis según Mel Gibson

La película rodada por el actor y director australiano es quizá la cima de las artes plásticas sacras, y se atiene de igual modo a la literatura religiosa como a la profesionalidad del cine de mayor calidad técnica

En 2004 se estrenó La Pasión de Cristo, rodada en Italia y con un guion que se alimentaba de varias fuentes, tanto pictóricas como literarias. Desde las visiones de la mística Anna Katharina Emmerick hasta la pintura religiosa de los siglos XVI y, sobre todo, XVII, así como las devociones más asentadas del Vía Crucis, los misterios dolorosos del Rosario, y, obviamente, los evangelios. Por tanto, Gibson emprendía una tarea creativa con un enorme trasfondo de devoción, teología y arte. El resultado fue una película cuyos actores hablan en arameo –el idioma en que se expresaban día a día Cristo y sus discípulos–, aparte de hebreo –la lengua litúrgica y de los textos sagrados judíos– y un latín pronunciado de manera muy vulgar –a la italiana–; una ambientación naturalista que puede recordar a Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975); y un logrado equilibrio barroco con juegos muy metafóricos de sombras y luces, esfumados y patetismo. La plasticidad del largometraje resulta excelsa en todos sus detalles.

Este Cristo no es hierático, ni teatral; no hay nada de acartonado ni de místico

Aunque se ha criticado esta película, como recargada y violenta, su narración toma como referentes dos puntos esenciales: la tradición del arte sacro católico –bastantes tallas de la Semana Santa española son casi idénticas al sanguinolento Cristo interpretado por Jim Caviezel–, y la realidad de un mundo antiguo donde la violencia descarnada resultaba demasiado cotidiana y, a veces, no provocaba más que indiferencia. Es un largometraje con un tratamiento y perspectiva muy diferentes al cine más habitual, e incluso constituye un relato de la pasión, muerte (y resurrección) de Cristo que se sale de la senda que, desde el celuloide en blanco y negro, ya estaba muy trazada. La Pasión según Gibson se aparta de formatos tan variados como Ben-Hur (William Wyler, 1959), Jesucristo de Nazaret (Franco Zeffirelli, 1977) o Rey de reyes (Nicholas Ray, 1961). Este Cristo no es hierático, ni teatral; no hay nada de acartonado ni de místico. Su humanidad tampoco es frívola; sufre, ríe y charla con una naturalidad que evidencia la autenticidad de la fe: Cristo, aparte de verdadero Dios, era verdadero hombre.

Fotograma de La Pasión de Mel Gibson

Bajo la luna llena, Cristo ora al Padre

La trama arranca con la agonía en el huerto de los olivos. No es una noche cerrada, porque es Pascua, y por tanto hay luna llena. A su luz, Cristo ora al Padre, y es consciente de las torturas y la muerte en ciernes. Sabe que Judas lo ha traicionado, y que sus apóstoles duermen o huyen. Sólo Juan se mantendrá fiel a lo largo del proceso judicial, la condena, los latigazos y la muerte ignominiosa en el Gólgota. Tanto en este momento, como al final de los azotes, los nervios de Cristo están desmoronados –evidente en el temblor reflejo–, y no es posible distinguir el dolor del alma y el de la carne. Desde este momento, y hasta que expire, a Jesús lo ronda un ambiguo Satanás, interpretado por la actriz Rosalinda Celentano. Es un Satán con rasgos asexuados, de un hermafroditismo vacío. Su mirada es torva e inquietante, con un morboso deleite y suaves pero desconcertantes palabras. En un momento dado, como si se tratara del reverso grotesco de María, aparece con un bebé de aspecto adulto, avejentado, con sonrisa pérfida y rasgos abyectos.

En esta Pasión, el protagonismo de Jesús no es pleno, pues casi siempre tiene cerca de sí, de uno u otro modo, a su madre y a Magdalena —interpretada por una Monica Bellucci de fascinante dignidad carnal y deliciosa hermosura. Jesús mira a los ojos a casi todos los personajes; la suya no es una mirada censora, no hay reproche. A él lo condena el Sanedrín y Pilatos, pero él no condena a nadie. Uno de los ladrones ajusticiados junto a Jesús le ruega que interceda por él ante Dios; el otro se ríe. Este cambio de mirada, que no corresponde a la ternura de Cristo, supone que un cuervo picotee el ojo del malhechor no arrepentido. Ante el semblante de Jesús también se incomoda el Sumo Sacerdote; no aguanta contemplar entera la flagelación, y sólo se le encara de nuevo cuando, satisfecho por su aparente victoria, le dice que, si de verdad es Hijo de Dios, baje de la cruz. Un argumento que sigue repitiéndose hoy. Si de verdad es Dios, ¿por qué permite el dolor?

Una Alianza basada en la compasión

Por eso, una de las escenas más emotivas de la película es el encuentro con María, tras su segunda caída con la cruz a cuestas. María, en ese momento, recuerda a Jesús de niño, cuando también se tropezaba por la calle, se lastimaba y lloraba –aquí la actriz sí se excede en la interpretación. Corre hacia él, demacrada en sus entrañas, y Cristo le dice: «Madre, observa, yo hago nuevas todas las cosas». Las palabras del nazareno son sacerdotales; su actuación es liturgia salvífica. Como dice el Canon, él es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima y altar– motivo por el cual su cuerpo se empeña en erguirse, en ser sólido, en resistir, en ser roca firme. Lo cual, a su vez, explica que las analepsis –los flashbacks– de la Última Cena aparezcan durante la etapa postrera: crucifixión y muerte. De su cuerpo pinga sangre, igual que el vino se vierte en la copa y se sirve. Es la Nueva Alianza.

Fotograma de La Pasión de Mel Gibson

Una Alianza basada en la compasión, en la piedad, como canta el célebre soneto: «No me mueve, mi Dios, para quererte, | el Cielo que me tienes prometido, | ni me mueve el Infierno tan temido, | para dejar por eso de ofenderte. | Tú me mueves, Señor. Muéveme el verte | clavado en una cruz y escarnecido». Este tono se recalca a lo largo de la película mediante un sutil contraste entre los personajes masculinos –por lo general, violentos– y los personajes femeninos –por lo general, compasivos. Así, Pedro, tras sus cobardes negaciones, se prosterna ante María para implorarle perdón; pero el Iscariote no se acerca a la madre del Maestro, sino que lo rodean unos niños que se transforman en demonios, y por eso, junto a un asno putrefacto, halla el árbol reseco donde lo ahogarán sus remordimientos y su desesperación.

La Pasión de Gibson omite apenas un par de escenas del Vía Crucis –como la sepultura que las santas mujeres dan al cadáver–, pero incluye muchas otras, y logra que no haya un solo segundo en que decaiga el ritmo. El padecimiento y la sangre conmueven, la música no recalca la saña de los legionarios, sino que acompasa el corazón, para acompañar al nazareno. El descenso del cuerpo muerto de Jesús compone una de las Piedades más impactantes de la historia del arte, de una serena religiosidad que remata María: ahora es ella la que mira, y mira al espectador con los ojos del Maestro, su Hijo.