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No hay progreso sin Dios

Las corrientes relativistas de pensamiento, que beben de los maestros de la sospecha, llegan a la conclusión de que el bien y el mal no existen y que cada un construye su verdad

Me hace gracia la gente utiliza la expresión «¡cómo es posible que pase esto en pleno siglo XXI!», referida a una desgracia. Es una auténtica demostración de la concepción que tenemos sobre quién es el hombre en nuestro tiempo, un hombre que se cree superior a sus antepasados históricos por el mero hecho de vivir en una época de mayores avances tecnológicos; un hombre que al quitar a Dios ha hecho de la huida hacia adelante en la historia, a la cual llama progreso, el nuevo dios. Hoy el hombre materialista ha olvidado que el progreso no ha de estar solo basado en la prosperidad material, sino que son necesarios al mismo tiempo un progreso moral y un también espiritual.

El progreso moral es dilapidado cuando se da de lado la ética como una forma objetiva de alcanzar la verdad. Las corrientes relativistas de pensamiento, que beben de los maestros de la sospecha, llegan a la conclusión de que el bien y el mal no existen y que cada un construye su verdad, siendo bueno o malo lo que a cada uno le parezca adecuado para alcanzar el fin que quiere. Se vive una moral basada en el principio de que el fin sí justifica los medios. Por ejemplo, nos dicen que es ético que una pareja de hombres pague a una mujer por obtener unos óvulos y a otra por alquilarle el vientre para gestar un embrión que tendrá que darles como hijo, cual Thermomix. Por el camino se quedarán unos cuantos embriones que no han sido seleccionados para sobrevivir. A tener ese hijo lo llaman derecho y a hacer una ley que lo garantice lo llaman progreso. A la ética que viene a hablarles de la verdad de la naturaleza y de los derechos de los embriones a vivir y de los de los niños a tener un padre y una madre la llaman falsedad, pues es un obstáculo que impide los caprichos, que en pleno siglo XXI no se puede permitir.

El verdadero progreso es ser capaces de volvernos hacia Dios para reconocernos pobres, débiles y pecadores

El progreso espiritual es también defenestrado. En el mundo materialista en el que, como vemos, hasta los niños se convierten en un objeto de consumo, no cabe una espiritualidad que trate de ordenar la materia. Se niega que la espiritualidad sea una dimensión fundamental del hombre que le ayuda a orientar su vida hacia el Cielo, dando respuesta y sentido a las preguntas fundamentales del alma: ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?, ¿quién me quiere?, ¿por qué sufro? Pero el hombre sigue haciéndose estas preguntas fundamentales, aun cuando niegue a Dios y que Dios se ha hecho hombre y le ama infinitamente y que por sus pecados y para su salvación ha dado su vida en la cruz. Hay quien termina cayendo en las pseudo religiosidades de la Nueva era, que le enseñan a construir una espiritualidad de supermercado de barrio en la que cada uno toma lo que le gusta para decirle lo estupendo que es y quita lo que le recuerda que tiene culpa del mal que hace. Una espiritualidad donde hay tantos dioses como personas y que no es más que una supuesta justificación divina para la falta de compromiso, de entrega y de amor.

Se quita a Dios. En pleno siglo XXI tenemos diez millones de series disponibles para no aburrirnos nunca, comida rápida traída en moto a golpe de clic con el pulgar y pulseras que nos dicen los pasos que nos falta dar por el pasillo para quemar antes de dormir ese Big Mac de más que pediste. Y nada de eso nos salva. Nos seguimos muriendo, sigue habiendo guerras y sufrimiento, soledad, depresión, ansiedad y angustia. ¿Sabéis por qué? Porque en pleno siglo XXI, como en cualquier otro siglo de la historia, el corazón del hombre sigue siendo el mismo. El problema no es la historia pasada, de cuyos errores no aprendemos. El problema es que el corazón del hombre está herido y necesita ser curado, convertirse a Dios para ser salvado y para vivir de otra manera con sus contemporáneos. Sin eso no hay verdadero progreso ni felicidad.

La buena noticia es que Cristo ha venido a abrir un camino a los pobres, a los débiles y a los pecadores. La mala es que el hombre puede endiosarse tanto que su soberbia le haga rechazar el reconocerse pobre, débil y pecador. Y la vida sigue, y nos lleva inevitablemente a la muerte. Todos nos vamos a morir. El verdadero progreso no es una continua huida hacia adelante, endiosándonos cada vez más. El verdadero progreso es ser capaces de volvernos hacia Dios para reconocernos pobres, débiles y pecadores, aceptar la salvación, y dejar de dar respuestas de patio de colegio a los profundos anhelos de nuestro corazón. No hay mayor revolución de progreso humano que la muerte y la resurrección de Jesús. No te engañes: o Cristo o nada.

La paz.