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DELENDA EST CARTHAGO

La mañana de la muerte y la vida

No debemos sacar la muerte de la ecuación de la vida eterna porque corremos el riesgo de no tomarnos en serio esta vida

Un aspecto notorio de la fe católica es su conciliación de binomios contrarios, con la particularidad de mantener la esencia de cada una de sus partes inalterables. Este último aspecto la aparta de ese proceso de amalgama de todas las cosas hasta hacer del sentimiento religioso un panteísmo, o lo que es lo mismo, que todo es más o menos «Dios» porque nada es Dios en sí mismo. Jesús Dios y hombre, María madre y virgen, la Iglesia santa y pecadora… los ejemplos en la doctrina se suceden. La solución no está en superponer los elementos del binomio o en fundirlos, sino en mantener sus características propias reconociendo que ellas mismas definen, sin confusión ni distinción, al sujeto.

La mañana de Pascua es la mañana de la muerte y de la vida. Es la mañana de una tumba y unas mortajas, es la mañana del cuerpo ausente, pero no necesariamente vivo. Pero también es la mañana de los encuentros, los anuncios y los testigos, la mañana de un hortelano que no es tal, de un viajero que no lo es, de un aparecido fantasmagórico –«se ha aparecido a Simón»– que no es tal.

La resurrección no es el producto de un proceso de crisálida espiritual. No da lugar a la versión 2.0 de ningún sujeto. En la fe, el binomio muerto y resucitado requiere de un punto final, de la realidad inexorable de la muerte y del fin. Y lo requiere porque está en juego la entidad de la resurrección. Solo puede haber mañana de Pascua ante la aceptación de que ha ocurrido algo inexorable.

Las santas mujeres nos muestran la pureza integral de la primera parte del binomio. Jesús tratado como cuerpo muerto, irreversible, que ha de ser tratado conforme a la tanatopraxia de la época. María Magdalena busca un cuerpo nuevamente vejado al que arrastrar de vuelta a la sepultura. Pedro y Juan corren al sepulcro para buscar las huellas de una profanación a la que difícilmente pueden dar crédito.

Es necesario aceptar que la muerte es dejar de estar, para poder acceder a la segunda parte del binomio de la mañana de Pascua: la vida

Los estudios bíblicos de las escuelas teológicas protestantes del siglo XIX yerran al aplicar los convencionalismos panteístas de los estudios de las religiones comparadas que se abrían paso en las universidades. En toda tradición religiosa es más fácil creer en una transición que mitigue la muerte que creer que la muerte es irreversible. Pero la mañana de Pascua revierte por completo esta intuición correcta, pero incompleta. No hay transición, no hay crisálida, no hay vida más allá de la vida. No, si no hay muerte. Dentro del programa del protestantismo liberal resultaba mucho más sencillo entroncar con el pasado atávico del hombre y devolver la fe al ámbito de lo mágico, del fascinans, del mito explicativo, que tener que aceptar la muerte y la incómoda explicación de la resurrección. Es la propuesta de la religión de la exaltación del sentimiento y del compromiso, pero con el agravante de no disponer de la herencia del esplendor de la carne y del arte de la imaginería contrarreformada católica del que disponemos hoy, por ejemplo.

La mañana de Pascua tiene una enseñanza a la que el hombre se enfrenta periódicamente, y es que no debemos sacar la muerte de la ecuación de la vida eterna porque corremos el riesgo de no tomarnos en serio esta vida. Una vida que no es seria es susceptible de estar «ahí donde quiera que estés» es decir, en una especie de retraso indefinido en una estación de salida de esta vida, pero con todos los destinos cancelados. Caótico. Es necesario aceptar que la muerte es dejar de estar, para poder acceder a la segunda parte del binomio de la mañana de Pascua: la vida.

Para mantener lo esencial de la muerte inalterable, esta vida pascual no puede restarle un ápice de lo que le corresponde a la muerte. Por eso se trata de una vida transfigurada, que revela la figura de algo que nunca le perteneció en vida. Ni siquiera a Jesús, que como verdadero hombre, sin confusión ni distinción, vivió y murió como verdadero hombre. Es la imagen plástica del Credo cuando decimos que descendió a los infiernos. Tocó el destino de Adán y de todos los muertos sin más vida que una promesa, para acceder a una forma de vida que jamás se había dado hasta entonces en un hombre, la vida transfigurada. Porque era verdadero Dios tomándose al hombre, ahora también a sí mismo, en serio. La presencia de la vida transfigurada entre los apóstoles durante la cincuentena pascual aportó lo que solo la experiencia puede dar. Estaba muerto, pero ahora es el que vive con sus llagas hablando de una muerte real, pero vencida.