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Ricardo Ruiz de la Serna

Sepulcro vacío

Nunca me he acostumbrado a este lugar. Lo he conocido abarrotado y casi vacío, abigarrado y silencioso, íntimo y deslumbrante

Actualizada 13:30

No sé cuántas veces he estado aquí. Entro por la puerta de Jaffa. Bajo por la calle Rey David. Giro a la izquierda hacia Muristán. He recorrido este barrio a todas las horas del día y de la noche. Pongamos que camino con las primeras luces del alba como las Miróforas, que acudieron al sepulcro muy de mañana cuando ya había salido el sol. Estoy ante la puerta con esa escalera desconcertante que lleva en la fachada desde 1723 y nadie puede mover. El clan Nuseibeh, el más antiguo de Jerusalén, custodia la llave y la familia Joudeh abre la puerta de este lugar único. Ya han entrado algunos peregrinos. Estoy ante el Santo Sepulcro en la ciudad de Jerusalén, tres veces santa.

Se dirige a esta entrada gente de todo el orbe. Todos traen, como Cristo, su cruz. Recuerdo una mañana, al pie de la roca partida, a un sacerdote ortodoxo serbio con quien crucé unas palabras y exclamó sonriente «¡Viva España!» al saber de dónde venía. Había conocido a legionarios destacados en Bosnia. No podíamos tener mejores embajadores. Todo huele a incienso y velas perfumadas. Mujeres ucranianas y rumanas se inclinan ante la losa que señala dónde pusieron al Señor cuando lo descendieron de la cruz. Reparo en la marca que indica dónde estaban las mujeres el pie de la cruz. «Stabat Mater dolorosa».

Iban buscando a un muerto y se encontraron este lugar vacío

Se agolpan los recuerdos. Camino hacia la Anástasis. Nunca me he acostumbrado a este lugar. Lo he conocido abarrotado y casi vacío, abigarrado y silencioso, íntimo y deslumbrante. Desde arriba, donde un armenio me invitó una vez a contemplar la vista, se aprecia en toda su majestad esta luminosa rotonda imponente. Siempre me parece extraordinario.

A este sepulcro llegaron, ya digo, María la Magdalena, Juana y María la de Santiago. Iban buscando a un muerto y se encontraron este lugar vacío. «¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?». También Jesús preguntó en una ocasión, «¿qué salisteis a ver?». Toda esta gente, toda esta multitud orante que se agolpa ante la pequeña entrada del sepulcro vacío, ¿qué está buscando? Mejor dicho, ¿a Quién está buscando? ¿A Quién llama esta algarabía de todas las lenguas del mundo?

Lo llaman a Él. Lo buscan a Él. Han venido no para comprobar que el sepulcro está vacío, sino para celebrarlo. A pocos metros, apenas unos pasos, Cristo lanzó un último grito que algunos creyeron de dolor, pero que sobre todo era de victoria. Aquel centurión, que debía de haber visto ya muchas cosas en el vasto imperio romano, lo supo de inmediato: «verdaderamente este era el Hijo de Dios». En este espacio que ahora recorro en la memoria, Cristo venció a la muerte. En este lugar, el Señor rescató a Adán y a Eva tomándolos de la mano como representa el fresco de la iglesia de Chora.

Este es el sitio de la tragedia y el triunfo. Aquí son derrotados el pecado y la muerte. Aquí se alzó la Cruz por vez primera y definitiva como símbolo de salvación para la humanidad. Aquí resuenan ahora exclamaciones de júbilo en griego y latín. Χριστός ἀνέστη! Surrexit Christus!

Verdaderamente ha resucitado.

La tumba está vacía.

Feliz Pascua.

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