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cartas de la ribera

Sin bozal en clase

El colegio no es un carnaval, ni una tribu ni una organización criminal; y los niños no son ni brujos, ni espías ni delincuentes. Si son enfermos, que algunos lo son, que se pongan la mascarilla, que se protejan a sí mismos y a los demás, pero si no, que aprendan a usar su cara entera

Hoy se publica el Real Decreto que permite no usar las mascarillas en interiores. Setecientos días después los niños irán sin tapabocas, cubresonrisas, ocultacaras, máscaras y vergüenzas. Setecientos días después podrán ver el rostro de sus profesores, leer en los labios las palabras que se quedaban pegadas a la tela, y ver la expresión completa del maestro. Setecientos días después acaba la mascarada, la fiesta carnavalesca en la que el antifaz es la imagen contraria de cada uno de nosotros, el anti-rostro, el anti-yo, mi anti-imagen, la inversión de mi yo-civilizado por mi yo-primitivo.

Taparse el rostro siempre ha sido el vehículo para conectar con otros mundos, esotéricos, trágicos, catárquicos o delincuentes. Las máscaras son cosas de brujos, de actores, de burgueses y de atracadores. Por eso las mascarillas, que tanto se parecen a las máscaras, hay que usarlas con mucha precaución, y solo si son imprescindibles.

A todos nos gusta ocultar el rostro porque todos somos un poco avestruces. Ocultamos la boca como ocultamos las vergüenzas, porque hay cosas que son para nosotros, para guardarlas y no enseñarlas, para cuidarlas en el interior, protegerlas de Instagram, y que crezcan como semillas bajo tierra. Nos ocultamos también para evitar el juicio de la mirada del otro porque nos gusta ver sin ser vistos. Los detectives de antes se ponían sombrero, gafas de sol y periódico inglés para espiar. Y después de setecientos días de rostros velados, se nos ha quedado un poco el hábito de agente secreto de la Guerra Fría. La mascarilla hace el efecto del periódico y nos gusta mirar sin que nos miren, con gafas de sol para el interior y tapabocas, a la caza del agente doble que son todos los demás.

La boca comunica más por la forma de los labios que por las palabras que articula

Pero educar no es confirmar al niño, ni a los padres, en sus gustos, sus sesgos, y sus paranoias. El colegio no es un carnaval, ni una tribu ni una organización criminal; y los niños no son ni brujos, ni espías ni delincuentes. Si son enfermos, que algunos lo son, que se pongan la mascarilla, que se protejan a sí mismos y a los demás, pero si no, que aprendan a usar su cara entera, a enseñarla, y a ver y comunicarse con las de los demás.

Educa un rostro completo, y más cuanto más pequeño es el niño. Cuanta menor es su edad, más grande es su mirada, y más necesita ver a su maestro entero. Necesita la transparencia de un rostro completo, con sus ojos, su nariz y su boca. Y lo necesita para ver moverse la boca, para articular, y para comprender. Porque el niño entiende el significado de la palabra gracias a su sonido, a su ritmo, a su música, al tono y a la expresión que lo acompaña.

Haced la prueba: decidle a un pequeño una palabra desagradable con una sonrisa y lo contrario, una palabra amable con un mal gesto, y comprobad qué mensaje le llega más directo. «¡Te quiero mucho!», pero con el ceño fruncido y los labios apretados, y el niño casi llorará. La boca comunica más por la forma de los labios que por las palabras que articula, y hay niños que han nacido sin ver la boca de sus profesores.

Las mascarillas tienen una función sanitaria evidente. Son un elemento imprescindible en los quirófanos, y por algo será, junto con los bisturís y los opiáceos. Pero no por ello a cada ciudadano se le obliga a ir con un bisturí o a tomar su dosis diaria de morfina, porque la calle no es un quirófano. Solo a algunos, y bajo pautas médicas muy controladas. Pues lo mismo con las mascarillas: solo a algunos, y de modo controlado. Nadie toma morfina con carácter preventivo, «por si me duele algo».

En mi casa, el paracetamol, el ibuprofeno y los calmantes, están en un lugar bien alto, escondido, y lejos del alcance de los niños. Solo se administran cuando son imprescindibles y, mientras tanto, sabemos que son peligrosos. A partir de hoy ese va a ser el sitio donde guardemos las mascarillas.