Genocidio armenio: un pueblo abrazado a la Cruz
Crucificados en la historia, los armenios atravesaron el desierto del genocidio y subieron al calvario de las matanzas de nuestro tiempo
En Armenia y entre los armenios de la diáspora, el 24 de abril es un día de tristeza y recuerdo. Se conmemora el genocidio armenio perpetrado por el régimen de los Jóvenes Turcos entre 1915 y 1922. Ese día de abril del año 1915 las autoridades imperiales otomanas desencadenaron una redada masiva contra la intelectualidad armenia de Constantinopla. Escritores, periodistas, profesores, poetas y médicos, entre otros profesionales, terminaron detenidos, encarcelados y, en muchos casos, asesinados. No se salvaron ni los religiosos. Al monje, compositor y musicólogo Soghomon Gevorgi Soghomonian (1869-1935), que ha pasado a la historia como Komitas Vardapet lo deportaron a Anatolia junto a otros 180 intelectuales a Çankırı y sólo lo salvo la intervención de algunos amigos turcos y del embajador de los Estados Unidos. Aquella operación policial fue el comienzo de la destrucción final de los armenios del Imperio Otomano, que había tenido ya precedentes en las Matanzas Hamidianas (1894-1896) y en la masacre de Adana (1909).
Por todos los territorios de la Armenia histórica, las comunidades armenias sufrieron un meticuloso exterminio. A los varones enrolados en el ejército otomano, que combatía del lado de los imperios centrales en la Gran Guerra, los desarmaron y los mataron. A las mujeres, a los ancianos y, en general, a los que no eran aptos para combatir los deportaron a los desiertos de Siria a pie y expuestos a la intemperie, el hambre y la sed. Acosados por bandas armadas de turcos y kurdos, era un traslado concebido como viaje sin retorno. En 1922, el incendio de Esmirna marca lo que se suele considerar el final del genocidio armenio. El número de muertos oscila entre las 600.000 de las fuentes turcas y el millón y medio de las fuentes armenias. Algunos cálculos las elevan a más de dos millones.
El primer reino en abrazar la cruz
Armenia fue el primer reino en convertirse al cristianismo. En 301, gracias a San Gregorio el Iluminador, el Rey Tiridates III abrazó el cristianismo. La misión del siglo I que la tradición atribuye a Bartolomé y Tadeo había dado frutos abundantes. Los armenios escribieron algunas de las páginas más luminosas de la historia del cristianismo y la civilización universal. Sus manuscritos miniados, que se conservan en Matenadaran (Ereván), y las estelas esculpidas en piedra –los famosísimos «jachkars»– testimonian la opulencia de los monasterios e iglesias que, desde Echmiadzin hasta Cilicia erigieron los armenios. Cuando el monje Mesrob Mashtots (362-440) inventó el alfabeto armenio, allá por el 406, sus primeras líneas fueron una cita del libro de los Proverbios: «para aprender sabiduría e instrucción, para captar dichos agudos» (1,2). Un amigo armenio me enseñó cómo, a partir de la forma de la cruz, uno puede aprender todos los trazos de la escritura armenia. El cristianismo, en efecto, floreció allí donde llegaron los monjes, los príncipes y los poetas de Armenia. Desde Nagorno Karabaj hasta Cilicia y las fronteras de Persia, la cultura armenia exhibe un deslumbrante legado, pero también una memoria trágica y heroica que se prolonga hasta nuestros días.
Crucificados en la historia, los armenios atravesaron el desierto del genocidio y subieron al calvario de las matanzas de nuestro tiempo. Hay pocos pueblos que, como él, hayan conocido el martirio y hayan unido su identidad como pueblo a la fe y la cultura religiosa. Sin embargo, sería un error y una injusticia creer que fueron como ovejas al matadero. Allí donde pudieron resistir, resistieron. Franz Werfel narró en Los cuarenta días del Musa Dagh (1933) la increíble lucha de un puñado de armenios atrincherados en lo alto de la «Montaña de Moisés» en la costa mediterránea. La novela simboliza la memoria de una lucha y una tragedia.
Hoy los armenios siguen pidiendo justicia.