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De madres, liebres y chachas

Fuera, en la acera, fumando a escondidas, apura el cigarro para volver al trajín de los preparativos de otra comida de Pascua la última de aquella saga de mujeres que han callado más que hablado, que han hecho más que dicho

En la calle Libertad, en un municipio murciano, una mujer septuagenaria, menuda, con varias sortijas y colgares de oro y esmeraldas, se afana despellejando una liebre. Lleva un vestido de entretiempo con estampado floral, un deje a colonia de agua y el mismo delantal impoluto de hace cuarenta años.

En el patio interior cae un sol azul butano de mediodía entre las sábanas con siglas bordadas. Huele a jabón de lagarto y romero fresco cada vez que uno pasa con los brazos extendidos sorteando el tendido.

–Coño, ya. Que no pases con el polo entre la ropa limpia. –Y cae una colleja que solamente despeina la coronilla.

De la puerta del almacén, donde la temperatura ya sobrepasa los 45 grados, hay una caracolera de esparto de cuyo interior van babeando las serranas recogidas aquella misma mañana, haciendo un pequeño charco pegajoso por el calor en el suelo. A su lado, distribuidas en sillas pensadas para sobrellevar la fresca cuando cae la tarde con las comadres, varias bolsas de plástico con patatas terrosas y naranjas del tamaño de la cabeza de un recién nacido.

A pesar de la temperatura asfixiante en toda la casa, la mujer va y viene ligera, cruzando la cortinilla de plástico para que no entren las moscas, atendiendo a los trajines como si las cargas cotidianas se hubieran convertido en pasatiempos amargos que entretienen la hora de morirse; todavía lejos pero cada vez más cerca. Llaman desde la otra puerta, la del pasillo, y la Encarna se pasa a recoger unas sandías y cuatro kilos de habas. Ella hace la matemática de cabeza. Ella dice que habría llegado a la universidad de no ser porque a su padre lo mató un petardo mal puesto por otro zagal en el Canal de Segura en uno de los ramales que pasa por Mula.

A su lado, recién salida de diálisis, rajando los pimientos, revisando las sartenitas de chipirones en su salsa para que no se pegue, está la chacha Isabel. Apenas ve, apenas se puede mover. Apenas se la entiende pues a la edad hay que sumarle el retorcimiento del dialecto de la Zarzadilla de Totana, que tiene su impronta en toda Sierra Espuña.

Besa con bigote, huele a armario húmedo. Deja siempre un billete de 20 euros en el bolsillo del pantalón corto una vez este se ha secado. Llora mucho. Tiene un montón de verrugas. Es pechuda y acuna con tarareos rasgados.

Fuera, en la acera, fumando a escondidas, apura el cigarro para volver al trajín de los preparativos de otra comida de Pascua la última de aquella saga de mujeres que han callado más que hablado, que han hecho más que dicho.

Sus lamentos por los maridos que les tocaron, por la poca fortuna que les dio la tierra, se quedan en pañuelos de arpillera y en sobremesas de café solo y sin azúcar; en tazas de porcelana compradas con la prensa de antaño.

Entre susurros mientras silba el puchero cuentan historias de familiares muertos, las dichas que acumulan los nietos que van pegando el estirón. Todos menos el del pelo alborotado, al que solamente le crecen las orejas y los incisivos, igual que a una cobaya.

Los hombres se apuestan frente a la tele, echando pestes de los pases de Jesulín. Nadie les reclama porque ya hicieron lo suyo durante la semana, durante el mes, durante el año y la vida. Y también por aquello de que para estar por ahí en medio engorrando con pijotadas, mejor que no.

Suena el reloj del horno, van saliendo las viandas. La mesa se pone sola a ojos de los hombres. Los vinos se descorchan por uso. El arroz ya está encima de la mesa.

El patriarca mayor, sentado en una esquina, mira por encima del hombro arrugando el morro.

–¿Esa es la liebre que atropelló Ricardo ayer por la noche?

–¿Cuál va a ser si no, Perico?

–Acabo de escuchar en la tele, en Saber Vivir, que las liebres silvestres dan una enfermedad donde se te hincha la cabeza y te mueres.

El comentario del patriarca recorre las sillas como un manto espectral que envuelve el apetito de golpe.

–Pues te la apartas si quieres, leñe.

Nadie se atreve a meter cuchara y la matriarca desespera. Se dispone a coger el arroz y tirarlo a la basura entre el griterío de los estómagos vacíos y las referencias científicas que desacreditan el fatal aforismo hasta que una voz pequeña, de ojos miel, de pelo tazón, que apenas llega al borde de la mesa, se carga el plato por su cuenta y riesgo en medio del alboroto, lo riega con limón, y dice:

–Si lo has hecho tú, abuela, seguro que está buenísimo y no se nos hincha la cabeza.

Y el patriarca se va en ayuno penitente al sofá, refunfuñando, y el resto comemos tranquilos, sin darle las gracias a la niña de tres años y sin hacer caso a los consejos a los que daba cabida Manuel Torreiglesias en su programa.