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radiaciones

Vino, cerveza, fraternidad

Proponer que el vino y la cerveza desaparezcan del menú del día de los restaurantes de nuestro país apunta a algo que va más allá de los supuestos desvelos institucionales por el cuidado de nuestra salud

Hay ocasiones en que lo anecdótico adquiere una súbita cualidad esclarecedora. Detrás de un hecho en apariencia menor puede quedar retratada una porción del sentido de una época. Hace unos días, conocíamos la existencia de un plan del Ministerio de Sanidad para, entre otras medidas, «colaborar con los establecimientos de restauración a fin de promover la dieta mediterránea como modelo de alimentación cardiosaludable, sin incluir en ella el consumo de alcohol».

En este mundo de reacciones ultrarrápidas, en el que la información circula a una velocidad varios niveles por encima de la capacidad que sus receptores tenemos de asimilarla, la noticia provocó uno de esos discretos seísmos que, por lo demás, ayudan a que el paisaje general de decadencia quede nuevamente envuelto en una atmósfera de confusión. Cómo no evocar el clima de histérica culpabilización que, en los Estados Unidos de hace aproximadamente un siglo, debió de estar en el origen de la aprobación de la ley seca. Con la significativa diferencia de que, esta vez, quienes se hallaban detrás de una iniciativa de indiscutible matriz puritana eran los herederos espirituales del «prohibido prohibir», algo que le confería al suceso un cariz intrigante.

Había que buscar una explicación, pues. Y la explicación más inmediata apuntaba a la deriva absolutista que, en el curso de los últimos años, han asumido aquellos que presumían de actuar como custodios de un cierto espíritu ácrata. Dicha deriva se viene materializando en una concatenación de normativas dirigidas, con mayor o menor intensidad, a introducir en nuestra cotidianeidad una serie de restricciones al amparo de un argumento que se pretende irrebatible: la preservación de nuestra salud. Nos encontraríamos, por tanto, ante un ejemplo más del talante invasivo que propende a arrogarse el poder como medio de legitimarse frente a una sociedad que, de manera tan creciente como a la postre infructuosa, cuestiona sus privilegios.

El sentido de pertenencia a un ámbito cultural se funda en el reconocimiento de un pasado compartido

Sin embargo, en este punto de mi reflexión, mi compañero de El Debate, José María Sánchez Galera, me remitió el texto del artículo 1 de la proposición de la Ley integral del Cannabis, inscrita en el Boletín oficial de las Cortes Generales a iniciativa de algunos de los socios del actual gobierno. El texto rezaba así: «La ley declara y reconoce el valor y carácter universal, cultural, sociológico, lúdico, recreativo, medicinal, comercial e industrial de la planta Cannabis Sativa L en todas sus variedades». Y añadía: «Los actos de cultivo y autocultivo de la misma, así como sus diversos usos son libres dentro del respeto a las normas establecidas en la presente ley y en el resto del Ordenamiento Jurídico». Es decir, forzando toda lógica, desde el poder se nos instaba a que en nuestro maltrecho marco intelectual hiciésemos compatibles las proscripciones que se pretende aplicar al consumo de alcohol en las comidas con una festiva actitud de tolerancia hacia el universo «cultural» que, según parece, orbita alrededor del consumo de cannabis.

La tentación de resolver la paradoja (excesiva incluso para un asiduo lector de Chesterton) apelando a la tendencia del poder a manifestarse a impulsos de la improvisación, me llevó a responderle a Sánchez Galera que sin duda se trataba de otro bandazo más en una acción de gobierno caracterizada por el cálculo de los intereses inmediatos. «No son bandazos –me objetó mi interlocutor-. Hay una coherencia contracultural». Y debo reconocer que tenía razón.

Proponer que el vino y la cerveza desaparezcan del menú del día de los restaurantes de nuestro país apunta a algo que va más allá de los supuestos desvelos institucionales por el cuidado de nuestra salud. En su aparente nimiedad, se trata de una medida que se corresponde con un modo muy concreto de entender el ejercicio del poder y que, a grandes rasgos, se sintetiza en el empeño de socavar los usos que articulan la convivencia en el seno de una sociedad que, por otra parte, no precisa de ninguna instancia ajena que actúe como celosa supervisora de todos y cada uno de sus hábitos. Se trataría, pues, de una cuestión contracultural, en efecto: un paso más hacia ese estado de indistinción, hacia ese paisaje uniforme, yermo y descolorido al que las élites han decidido que debe encaminarse nuestro mundo.

El sentido de pertenencia a un ámbito cultural se funda en el reconocimiento de un pasado compartido tanto como en la posibilidad de hallar un punto de común identidad en la fidelidad a las costumbres del presente. A medida que éstas se diluyen, desaparecen también los vínculos que se forjan en el acto mismo en que dichas costumbres se materializan. Cerveza y vino en las comidas –casi siempre compartidos, por cierto, como un elemental tributo de fraternidad- no son sólo cerveza y vino en las comidas. Son un componente significativo de eso que se denomina idiosincrasia. Justo aquello de lo que se quiere privar a los pueblos que empiezan a dudar de cuál va ser su lugar en el mundo.