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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

Ana Iris Simón o algo parecido a la esperanza

Una voz joven se ha alzado para aseverar que los problemas que están descomponiendo a la sociedad tienen que ver con la imposibilidad material ante la que se encuentran las nuevas generaciones a la hora de emprender un proyecto de vida en unas condiciones de partida mínimamente razonables

Cada vez que una persona joven adquiere una fulminante notoriedad pública se tiende a ver en ella la encarnación de alguna inquietud generacional. Se corren entonces dos peligros: 1) que la repercusión del fenómeno se haya debido a la astuta explotación de una artimaña publicitaria, de ordinario apuntalada en la búsqueda consciente de alguna clase de provocación; y 2) que, aun cuando no se haya incurrido en el primer supuesto, el frenético discurrir de nuestra época acabe degradando el simbolismo de un acontecimiento valioso a la categoría de un suceso fugaz.

El caso de la escritora Ana Iris Simón sirve como desmentido a ambas presuposiciones. El éxito de su libro, Feria, logrado sin prácticamente aparato propagandístico alguno, revela la emergencia de un talento que se proyecta más allá de lo anecdótico. Su instinto ha sabido detectar la corriente por la que fluye, subterráneo, el verdadero malestar de nuestro tiempo, y la destreza de su escritura le ha servido para dejar al descubierto el armazón de la mentira con la que se intenta embaucar a toda una generación.

La proyección de esta labor de desvelamiento resulta directamente proporcional a la saña de las críticas que la escritora ha recibido por denunciar, mediante el testimonio diáfano de una crónica íntima, que el rey se sigue paseando desnudo. Con una frescura limpia y desacomplejada, Ana Iris ha puesto ante los ojos de cualquiera que no se obstine en negar la evidencia el reverso de ese espejismo dinámico y cosmopolita, fluido y cautivador con el que se pretende disimular las capciosas entretelas de un proyecto de transformación sociológica al servicio de los intereses de la plutocracia que lo ha diseñado. De repente, una voz joven se ha alzado para aseverar que los problemas auténticos que están descomponiendo a la sociedad no tienen nada que ver con la cantinela que el relato oficial nos impone como verdad indiscutible (la ideología de género, la cancelación cultural y todo el radicalismo woke de la nueva clerecía), sino con la imposibilidad material ante la que se encuentran las nuevas generaciones a la hora de emprender un proyecto de vida en unas condiciones de partida mínimamente razonables.

Es necesario recuperar aquello en que se sostiene una vida buena, donde la mirada sea capaz de percibir cómo lo trascendente se abre paso en lo cotidiano

El hecho de que Ana Iris haya recurrido al caso de sus padres para reivindicar una manera distinta de afrontar la vida, más estable, más sólida y fecunda, ha actuado como pretexto idóneo para que la chistosa armada de lo irreverente, haciendo gala de esa acartonada pose de espontaneidad del que vive en realidad sometido a los dictados de su amo, dirija al unísono su artillería contra ella. Ni siquiera el asumido sesgo ideológico de la joven escritora, en la estela de una izquierda genuinamente social, le ha servido para eludir ese mínimo calvario empedrado de tópicos que se agotan en su misma insignificancia y, que, por otra parte, no hace sino resaltar el papel de Feria como fruto alternativo a los dogmas de un adanismo infantiloide que, en su imposibilidad de ofrecer respuestas a un tiempo cargado de desazón, se atrinchera en la perversión y la mentira.

Hace unas cuantas semanas, Ricardo Morales entrevistó para este periódico a la escritora. La conversación cristalizó en una pieza periodística repleta de sustancia y encanto, y en la que despuntaba la conciencia –tanto por parte de la entrevistada como del entrevistador– de que la indigencia material a la que se exponen las nuevas generaciones no sería posible si con antelación no se hubiera acometido –por parte de ese mismo sistema que, en palabras de Diego Garrocho citadas por la escritora, «nos hace rechazar aquello que no nos permite tener»– una ingente tarea de arrasamiento espiritual. Por eso Ana Iris incide en la necesidad de recuperar aquello en que se sostiene una vida buena: en la mirada que es capaz de percibir cómo lo trascendente se abre paso en lo cotidiano, en la restitución de los rituales que nos fijan a la realidad y nos reconcilian con el paso del tiempo, en la renuncia al engaño de vivir de acuerdo a una moral de conveniencia, en la custodia y transmisión de lo que nos ha sido legado, en el gozo de reconocer en los hijos la certidumbre de no haber perdido definitivamente nuestra capacidad de asombrarnos.

Aquella mañana, sentados frente a frente en las escaleras de acceso a una parroquia de Aranjuez, dos personas de una generación más reciente que la mía charlaban –con naturalidad, con profundidad, con sencillez– sobre algunas de las cuestiones que vertebran el sentido último de nuestro breve tránsito por este mundo. Y en el curso de la conversación, en el aire que de ella emanaba, era perceptible que se iba abriendo paso algo parecido a la posibilidad de un tiempo distinto. Algo parecido a la esperanza.