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DELENDA EST CARTHAGO

John F. Kennedy, el mecenas católico

Una de las consecuencias de la España vaciada es que muchas parroquias no pueden cambiar a un modelo de sostenimiento directo ni aunque cambiase la mentalidad, por el sencillo hecho de la depauperación del entorno y la elevada edad media de la feligresía

Una de las curiosidades de la catedral de Galway, en Irlanda, es la capilla del Resucitado. En ella, escoltando uno de los lados del retablo, se halla un medallón hecho con teselas, formando un mosaico con la efigie orante de John F. Kennedy. Gracias a la generosidad de su familia fue posible rematar la construcción de esa catedral de nueva planta. Ciertamente no puede rivalizar con los mosaicos de Justiniano y Teodora de San Vital de Ravena, la vieja capital bizantina del exarcado en suelo itálico, pero no deja de ser el testimonio del mecenazgo de un personaje que sigue siendo claramente icónico en nuestro tiempo.

El sostenimiento económico de la Iglesia, con el paso del tiempo, ha dependido de muy diversas fórmulas, pero la donación gratuita ha sido uno de los elementos más comunes de financiación de la misma y de sus obras. Mecenazgos que abarcan templos, estructuras y obras de carácter caritativo y asistencial en los más diversos lugares del mundo, ahí donde una comunidad cristiana se ha formado. No es necesario que los mecenas sean grandes personajes como Kennedy o Teodora. En cualquier localidad de España podemos encontrar testimonios de esta generosidad. La mayor parte de las veces es sana, aunque pueda convivir con intenciones no tan santas, como el deseo de reconocimiento.

En una vistita a uno de tantos templos de la España rural me contaban la anécdota de un animoso sacerdote que decidió emprender obras de restauración en el templo, en el cual se habían acumulado bienintencionadamente muchos objetos para subsanar los destrozos ocasionados con ocasión de la guerra civil. Objetos que, por otra parte, no tenían gran valor salvo el sentimental. Y la prueba de que ese era el auténtico valor está en que el párroco, intuyendo una cierta oposición a su proyecto de reforma, hizo una jornada de puertas abiertas en donde invitó a sus fieles a recuperar aquello que considerasen suyo en vistas al temor del destino final de tan variada colección. En una escena digna de una feligresía a la altura de Don Camilo, la mudanza de objetos fuera del templo no se hizo esperar. Tras tres generaciones, varias familias guardaban la memoria sentimental de su mecenazgo, por mucho que los objetos en cuestión hubiesen sido donados en su momento. Quizá la clave de una generosidad sincera esté en el desprendimiento, al auténtico estilo de «no dejes que tu mano izquierda sepa lo que hace la derecha» (Mt 6,3), en donde la discreción ayuda a que muchas intenciones segundas pueden ser rectificadas por el camino.

El sostenimiento de una comunidad cristiana pasa por saber cuánto cuesta estar abierta cada día

Sería ingenuo pensar que el tiempo de los mecenas ha pasado, pero debe convivir con un fenómeno cada vez más presente en una comunidad cristiana, que es la mentalidad de sostenimiento, en donde el valor afectivo no está tanto en los objetos como en la comunidad. La comunidad debe atender las más variadas necesidades para desarrollar todas las facetas de la vida cristiana, desde un altar digno pasando por las facturas de la luz, o desde las actividades caritativas terminando en cañerías que no se atasquen. Sin despreciar otros medios indirectos de financiación –que pueden estar o no, no son modelos eternos– el sostenimiento de una comunidad cristiana pasa por saber cuánto cuesta estar abierta cada día, sin olvidar el mantenimiento y las amortizaciones.

A día de hoy, con la estructura pastoral de la que disponemos, hay muchas comunidades formales que son insostenibles. Una de las consecuencias de la España vaciada es que muchas parroquias no pueden cambiar a un modelo de sostenimiento directo ni aunque cambiase la mentalidad, por el sencillo hecho de la depauperación del entorno y la elevada edad media de la feligresía. Pero otras muchas comunidades todavía tienen un camino por delante de restructuración, incidiendo en la financiación directa de lo que es vida de todos. No está de más empezar a cuestionarse cuáles son los gastos fijos de la catequesis a la que asiste mi hijo, cuántas familias necesitan ser atendidas, o lo que puede suponer renovar en espacios amplios una calefacción a modelos energéticos eficientes. No digo ya tener un plan racional de mantenimiento de las infraestructuras o tener en mente qué pasaría con la asignación del cura si se acabase el actual modelo imperante de financiación indirecta.

Quizá una transferencia periódica desgravable o hasta un bizum ocasional, sustentados en un presupuesto anual claro y al alcance de todos, no suponga un medallón de teselas en el altar de la Virgen del Perpetuo Socorro o un busto en el salón parroquial, pero es una disciplina que va en la dirección del sostenimiento, y que no puede demorarse por más tiempo.