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Animal de AzoteaJosé María Contreras Espuny

¡Abajo los coches!

La ejemplaridad se ha puesto muy cara, de manera que ya solo los ricos tienen fácil lo de ser buenos. Y no es que quiera ponerme dramático, pero hay que elegir entre tener la conciencia limpia y dar de comer a los hijos. Y yo tengo cuatro, dos especialmente hambrientos

Actualizada 20:05

Veo en bucle el brindis que pronuncia Fernando Fernán Gómez en la película El último caballo, de Edgar Neville; un brindis, dice el personaje borracho como un piojo, «por el mundo antiguo»: «¡Cuando todo lo que se movía tenía sangre caliente! […] ¡Cuando no había tanto motor y tanta máquina y tanto hierro y tanta gasolina y tanto humo y tanta… porquería!». Y aunque no he conocido el mundo anterior al automóvil que se llora e idealiza en la película, levanto mi vaso y con él grito: «¡Abajo los camiones!». Sí, señor. Que se les pinchen las ruedas. Que se les agujereen los depósitos. ¡Que se les empañen los parabrisas!

Y digo «camiones» por respetar las palabras de Neville, pero está claro que incluyo coches, furgonetas, furgonetillas, pick-ups… todo lo que no tiene «sangre caliente» y se alimenta de gasoil. Y si deseo su final es por muchas razones. La principal: por habernos arrebatado el pueblo. Cada vez hay más de ellos y menos de nosotros. El pueblo pierde habitantes, pero no hay forma de que pierda coches. Hay que reconocer que en parte es por nuestra culpa. Aquí solo los muy tarados o los muy jubilados van andando a los sitios; aquí se coge el coche para todo, para ir enfrente o a la esquina. Se coge el coche hasta para ir a andar.

A diferencia de la ciudad, no tenemos ni avenidas ni circunvalaciones ni parking subterráneo, sino calles estrechas que fueron ideadas a la medida del hombre y que ahora se ven acaparadas, abotargadas por estos artilugios de Lucifer. Y la cosa empeora con los niños. Hasta cierta edad les cuesta entender que la preferencia, con paso de cebra o sin él, no les corresponde y que, por tanto, no pueden revolotear a su antojo. A nuestros hijos, por ejemplo, les hemos enseñado a pegarse a la pared si escuchan un motor, pero incluso eso parece insuficiente cuando por nuestra calle, resoplando como un rinoceronte, baja la furgoneta de MRW. Me consta que, de antemano, un coche no quiere atropellar niños: pueden abollarle la carrocería y desencadenar una tormenta burocrática. Sin embargo, son tantos –los coches– y tan desmadrados –los coches y los niños– que más vale no tentar a la suerte.

No hago, como se lamentaba san Pablo, el bien que quiero, sino el mal que aborrezco

Para los que vivimos en pisos, la única posibilidad de airear a la prole sin riesgo de muerte es el parque municipal, un gueto para humanos donde el mayor peligro es que los niños colisionen entre sí o se caigan del columpio. El inconveniente es que se encuentra a 800 metros de nuestra casa, una distancia disuasoria a escala local, tan disuasoria que, lo reconozco, acabamos cogiendo el coche para llegar al parque y ponernos así a salvo del coche de los demás. ¿Es contradictorio por mi parte? Desde luego. Pero qué puedo decir. No siempre soy el hombre que me gustaría ser.

En realidad, casi nunca lo soy. Kant defendió que deberíamos obrar de modo que nuestro comportamiento pudiera convertirse en ley universal; no obstante, estoy en una época de mi vida de la cual el sabio de Königsberg no estaría demasiado orgulloso. Por ejemplo, me escandaliza lo pestilente y contaminante que es un coche, pero ninguno hay más pestilente ni contaminante que el mío, la Volkswagen Sharan. Moquea aceite sin interrupción y su tubo de escape se basta para competir con toda China en lo del cambio climático. Para que apruebe la ITV, antes tengo que purgarlo con acelerones en punto muerto hasta que el humo negro deja de salir. Luego me dan la pegatina y, a las dos calles, está otra vez humeando como una locomotora de vapor.

No hago, como se lamentaba san Pablo, el bien que quiero, sino el mal que aborrezco. Debería ir más andando, lo sé, pero aquí las distancias son otras y, además, temo que me atropellen a los niños. Debería también comprarme un coche eléctrico, o al menos uno híbrido, pero no me lo puedo permitir porque mi bolsillo no está a la altura de mis ideales, no está siquiera a la altura de mis principios. La ejemplaridad se ha puesto muy cara, de manera que ya solo los ricos tienen fácil lo de ser buenos. Y no es que quiera ponerme dramático, pero hay que elegir entre tener la conciencia limpia y dar de comer a los hijos. Y yo tengo cuatro, dos especialmente hambrientos.

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