Abortar la gran mentira
Hemos de estar atentos a no caer en una rivalidad tan violenta como la del que nos impone cómo hemos de juzgar al mundo.
La situación actual en la que nos vemos inmersos reclama mirar de nuevo a los evangelios como modelo de defensa de la verdad sin miedo. La nueva ley del aborto, las contradicciones de los gobernantes en el tratamiento arbitrario de lo que es moral o no, según su opinión, pretendidamente científica, respecto a lo que es o no un ser humano al principio o al final de la vida, reclaman en los medios y en la calle un discurso valiente. Las filosofías se enfrentan a este problema, incluso recurriendo al análisis de la relación entre la verdad y la violencia, poniendo en juego términos –originarios de la filosofía griega– típicamente enraizados en la tradición judeocristiana. «Parresía» es uno de estos conceptos. Significa «hablar cándidamente», «decirlo todo», «hablar libremente». Conlleva la libertad de expresión junto con el imperativo moral de hablar con verdad para el bien común, incluso con riesgo de la propia vida. Casi siempre centrándose en relación con la exousia (autoridad, superioridad moral). El ejemplo que pone Foucault es claro: Filipo de Macedonia y Diógenes el cínico, después de la captura del filósofo como prisionero en la batalla de Queronea, el rey pregunta al sabio quién es y éste le responde: «Un observador de tu ambición insaciable». Los comentarios que se suceden de esta frase sirven a los filósofos para la defensa de la exhibición de la verdad con «atrevida valentía» para arriesgar la vida por defenderla frente al poder. Esa parresía es un acto de libertad encomiable, pero es simplemente un acto acusatorio que no escapa del toma y daca de la rivalidad violenta. Uno es el bueno y el otro es el malo. El bueno tiene parresía y se juega la vida por ser auténtico. El otro es el malvado que ostenta el poder y se sirve de él. El maniqueísmo de los modos de ver el mundo de toda ideología no supera este simple esquema. También el NT, Marcos y las dos epístolas a Timoteo, y la 1ª de San Juan ponen en clara relación la parresía con la exousia en más de 100 ocasiones. En Mc, 1:22 leemos: «Y se admiraban de su enseñanza; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas».
Pero en los evangelios la «libertad para decir» en relación a la «autoridad», se ejerce de manera diferente: no llevan implícito un juicio condenatorio a la contra, y no lo hacen por táctica. El valor reside en la confianza en lo que han visto, en lo que han recibido sólo por el hecho de no rehuir el testimonio, sin ningún afán de contienda belicosa, porque todos se saben inocentes, víctimas de un Poder inaprensible.
El Papa Pascual decía: «Gracias sean dadas a Dios, […] porque, aunque vivas entre bárbaros no cesas de anunciarles la verdad, ni por temor a la violencia de los tiranos, ni por conservar el favor de los poderosos, y sin temor a la hoguera ni la guerra». […] «Nos alegramos, porque con la ayuda de Dios, ni las amenazas te perturban, ni las promesas te hacen mudar de propósito». (Libro III. San Ambrosio, cartas 44 y 71).
Apelo simplemente a que no se convierta en normativo por ley algo que es fruto de una decisión política mal fundamentada, que reclama una moratoria y un debate no ideológico serio
En la filosofía, modo cotidiano de proceder, la parresía está siempre contextuada por una ética de la reciprocidad, justicialismo basado en la imputación y la reivindicación. El ejercicio de la filosofía, como el pensamiento ideológico, siempre es resistencia, y la parresía se presenta como un decir libérrimo, sin cálculo. La parresía demanda coraje e implica la posibilidad de perder la vida. Revestida de autoridad (exousía) es resistencia y debe estar proyectada contra una situación de poder. En los evangelios sin violencia, desde una propuesta ética parabólica: decir la verdad sin imponerla.
La denuncia crítica, en la parresía filosófica o política, no logra superar la ingenua creencia de que uno está legitimado para condenar al otro. Hemos de estar atentos a no caer en una rivalidad tan violenta como la del que nos impone cómo hemos de juzgar al mundo. Tenemos experiencia de que la autocrítica con nuestra concepción de la verdad es casi nula. Por tanto «otro» tiene que decírnosla.
Es hora de alzar la voz. Es hora de decir que estamos abocando a nuestras hijas a cargar toda su vida con un crimen, del cual sabemos por los psiquiatras que dejará una cicatriz sin cauterizar, por más que se sobrepuje afirmando falazmente que no se trata más que de expulsar un amasijo celular. El problema es anterior en el tiempo: tiene que ver con la banalización de la sexualidad y con ideologías sin base científica que nos hemos tragado a través de una educación doctrinaria.
Sin ánimo de vindicación «anti», ni de entrar en la rivalidad interminable de gemelos mitológicos, ahora llamados izquierdas y derechas, sino de expresión libre y testimonial de la verdad, hay que gritar: Ya está bien de exhibir de forma prepotente, por parte de los gobiernos de turno, el poder que impone opiniones inapelables, fruto de decisiones ideológicas inhumanas con justificaciones pseudocientíficas. Su pretensión de educarnos en una forma de ver el mundo intolerante y paranoica es inaceptable. Sin ánimo de imponer mi propia forma de ver el mundo, cayendo en la misma trampa que nuestros gobernantes nos lanzan, apelo simplemente a que no se convierta en normativo por ley algo que es fruto de una decisión política mal fundamentada, que reclama una moratoria y un debate no ideológico serio.