Entrevista a Ricardo Ruiz de la Serna
«El propósito del genocidio armenio no era solo matar a las personas, sino destruirlo como pueblo»
«Se suele decir que se alzaron en armas y combatieron. Eso –y habría que matizarlo mucho– no justifica el asesinato de niños, mujeres ni ancianos. No explica la minuciosa persecución de cada armenio de cada pequeño pueblo»
Entre 1915 y 1922 –años de la redada contra los intelectuales armenios de Constantinopla y el incendio de Esmirna el régimen de los Jóvenes Turcos perpetró el genocidio armenio, la destrucción del pueblo armenio en el territorio del Imperio otomano como colofón de una trágica serie de matanzas y violencia que se remonta a finales del siglo XIX. Ricardo Ruiz de la Serna ha contado los detalles de este genocidio silenciado en la historia en su libro El genocidio armenio.
–Ricardo, ¿por qué nace el término «genocidio» con este trágico episodio de la historia?
–En el pasado había habido masacres de armenios en el Imperio otomano; por ejemplo, las Matanzas Hamidianas entre 1894 y 1896. Sin embargo, en el caso del genocidio perpetrado a partir de 1915, el propósito no era solo matar a las personas, sino destruir al pueblo, es decir, erradicar incluso los rastros de su presencia (destrucción de edificios, confiscación de propiedades) más allá de la matanza generalizada de hombres, mujeres y niños a través de formas eficaces para el fin: tiroteos, ahogamientos, quemas, exposición a los elementos, hambre y sed en los desiertos, agotamiento.
Es interesante resaltar que el genocidio se perpetró en los territorios que históricamente eran armenios. Los mataron en su propia tierra o los deportaron para acabar con ellos
El genocidio armenio comprende todas esas etapas. Desde un proceso de estigmatización que tendía a presentarlos como enemigos y elementos extraños al cuerpo social hasta las marchas y matanzas por los desiertos de Siria, pasando por el arresto y masacre de su intelectualidad o la confiscación de sus propiedades so pretexto de protegerlas. El objetivo final era acabar con los rastros de la presencia armenia en los territorios de la Armenia histórica hasta Cilicia. Es interesante resaltar que el genocidio se perpetró en los territorios que históricamente eran armenios. Los mataron en su propia tierra o los deportaron para acabar con ellos.
Así, en el genocidio no se trata solo de destruir a las personas, sino de acabar con el pueblo, es decir, de erradicar la identidad y el rastro de toda la colectividad. De ahí la importancia de identificar el elemento nacional, étnico, racial o religioso que la acción genocida pretende erradicar mediante acciones como el asesinato, la imposición de condiciones de vida tendentes a destruirla, la imposición de medidas destinadas a impedir la perpetuación del grupo como tal (matanzas de niños, entregas de niños a familias ajenas al grupo), etc.
–En torno al genocidio hay demasiadas controversias, como si la historia turca quisiera convertirlo en una leyenda. ¿Qué dicen los armenios?
–El genocidio quedó, en general, impune. En el libro se cuenta el triste final de los pocos juicios que se celebraron. Lo común fue que los perpetradores no sufrieran castigo alguno. De todo el aparato de terror y violencia que se puso en marcha –el Estado, la burocracia, grupos paramilitares, la red de ferrocarriles, la administración policial, etc.– casi nadie fue castigado.
Las relaciones internacionales posteriores a la Gran Guerra hicieron el resto. A pesar de que la destrucción de los armenios se había perpetrado a los ojos del mundo –hubo cobertura de prensa, informes de diplomáticos, militares y misioneros y hasta una película rodada por una superviviente a partir de su propio testimonio en forma de libro– sobre el destino de los armenios se alzó un muro de silencio.
La República de Turquía negó –y niega hasta hoy– que hubiese un genocidio. El presidente Erdogan remitió este año un mensaje al patriarca armenio de Constantinopla en el que se une a la conmemoración de los «armenios otomanos que perdieron sus vidas en las duras condiciones impuestas por la Primera Guerra Mundial». También dice que «una vez más recuerdo con respeto a los armenios otomanos que fallecieron y ofrezco mis sinceras condolencias a sus familiares» y pide «la misericordia de Alá para todos los ciudadanos otomanos que pasaron a la vida eterna en las difíciles circunstancias de la Primera Guerra Mundial». También recuerda que «los últimos años del Imperio otomano, que se corresponden con la Primera Guerra Mundial, fueron un periodo doloroso para millones de otomanos».
Hace algunos años, no tantos, este mensaje hubiera sido difícil de imaginar. Muestra cierta condolencia, pero no hace justicia ni a los hechos ni a las víctimas.
Los armenios siguen pidiendo justicia. La memoria del genocidio jamás se ha apagado. En las comunidades de la diáspora –en los Estados Unidos, en Francia, en Argentina– la historia se ha transmitido y lo mismo sucedió con los armenios que vivían en la Unión Soviética, que dieron un paso histórico al arrancar de las autoridades comunistas la memorialización del genocidio. Fue el origen del actual Museo del Genocidio Armenio en Ereván (Armenia).
–¿Y los armenios qué cuentan?
–Las víctimas hablan de muchas formas. Hubo supervivientes que dejaron su testimonio mientras el genocidio aún se estaba perpetrando, como Aurora Mardiganian, que escribió su historia y acabo protagonizándola en la película Armenia Violada (1919).
También hablan a través de los restos que dejaron, lo que los perpetradores no pudieron destruir: ruinas, obras de arte que los armenios pudieron rescatar, archivos que no lograron destruir (por ejemplo, la documentación generada por diplomáticos, misioneros, etc.).
Los supervivientes contaron su historia. Escribieron diarios y cartas. Muchos no pudieron publicarse sino después de años. La memoria se transmitió a los hijos, a los nietos, a los bisnietos.
Sin embargo, hay que asumir los límites del testimonio: hay cosas que vivieron las víctimas que solo podemos conocer por testigos y supervivientes, pero no agotan el horror del genocidio. Imagina cómo sería que el famoso musicólogo y sacerdote Komitas Vardapet enloqueció a raíz de lo vivido.
También hay límites del lenguaje con el que se expresa el horror. No solo la lengua hablada, sino las otras formas de comunicación como el arte sirven de forma limitada. Hay una dimensión radicalmente maligna que no puede ser aprehendida por completo: la muerte de los niños inocentes, la crueldad de las marchas por el desierto, el despliegue del poder del Estado contra un grupo al que previamente se había estigmatizado, la inducción y extensión del odio entre vecinos que habían convivido y, muchas veces, hasta se habían criado juntos…
–¿Fue la destrucción planificada de una minoría cristiana?
–Una destrucción perseguida y buscada. No fue fruto de los horrores y los combates de la Gran Guerra –por ejemplo, se masacró a comunidades armenias alejadísimas de la línea del frente– sino de decisiones adoptadas para destruir a los armenios y asegurar la impunidad: órdenes secretas paralelas a las públicas, combinación de fuerzas armadas regulares y de bandas de irregulares y lo que hoy llamaríamos paramilitares, adopción de medidas legales y administrativas tendentes a desposeer a los armenios de toda forma de resistencia (armas, bienes, medios de subsistencia)… Es difícil creer que todo fue consecuencia de las penurias de la guerra.
–Y ¿por qué?
–Son los perpetradores lo que deberían responder a la pregunta. Los armenios no hicieron nada para que los exterminasen. Se suele decir que se alzaron en armas y combatieron. Eso –y habría que matizarlo mucho– no justifica el asesinato de niños, mujeres ni ancianos. No explica la minuciosa persecución de cada armenio de cada pequeño pueblo. No da cuenta de la necesidad de exterminar a los intelectuales –poetas, escritores, músicos, profesores– ni de matar, además de desarmar, a los soldados armenios que venían sirviendo con valor en el Ejército otomano.
Hubo, no obstante, factores que podemos señalar como hitos del camino que condujo al genocidio: por ejemplo, el nacionalismo de los Jóvenes Turcos y la construcción de una identidad nacional étnico-racial y religiosa que excluía a los armenios y a otras minorías (griegos, cristianos maronitas, etc.) de la comunidad nacional y que pasaba a considerarlos como cuerpos extraños en ella. También contribuyó la pasividad de las grandes potencias que podían haber defendido a los cristianos: el Imperio británico y el francés, principalmente. La excepción, por cierto, fue el Imperio ruso, que se erigió en protector de las minorías cristianas en el contexto de su rivalidad con el otomano.
Sin duda, junto al elemento cultural y étnico –incluso racista, en algunos teóricos del nacionalismo como Ziya Gölkalp y otros del entorno de los Jóvenes Turcos– pesó el factor religioso. Los otomanos desconfiaban de la lealtad de los armenios, entre otras cosas, porque eran cristianos. Proclamada la entrada en la Gran Guerra como una yihad en el sentido de «guerra santa», los otomanos temían que su lealtad a la comunidad religiosa fuese mayor que la lealtad al Imperio otomano. Esto era, en realidad, más bien un pretexto. Los armenios habían combatido en el Ejército otomano como los demás y, en general, jamás fueron una amenaza ni un peligro para el imperio.
–¿Cómo se llevó a cabo?
–Como decía, hubo un camino que condujo al genocidio. Ya desde finales del siglo XIX y principios del XX se venían perpetrando matanzas contra ellos. A partir de la entrada en la guerra, empezaron las primeras deportaciones y se desarmó a los soldados armenios que servían en el Ejército como paso previo a matarlos. Se detuvo a los intelectuales armenios de Constantinopla en una operación policial que los llevó a la cárcel y, en muchos casos, a la muerte (abril de 1915). Después vinieron las confiscaciones y las deportaciones que se realizaban en condiciones de privación extrema (hambre, sed, hacinamiento) hasta el final a pie por el desierto (1915-1916). A lo largo del camino, bandas de irregulares los mataban y, a menudo, saqueaban lo poco que llevaban. Hubo casos de matanzas por ahogamiento –por ejemplo, en las costas– y de matanza de la totalidad de los habitantes de pueblos armenios. En muchos aspectos, el genocidio armenio prefigura prácticas genocidas que se repitieron a lo largo del siglo con tecnologías y medios cada vez más terriblemente eficaces para su atroz propósito. Se suele señalar como punto final del genocidio el incendio de Esmirna de 1922, cuyo barrio armenio acogía una comunidad célebre por su pujanza y su vitalidad. También de ese incendio, por cierto, hay testimonios.
Sin embargo, sería un error pensar que los armenios fueron llevados «como ovejas al matadero». Allí donde pudieron luchar y resistir, combatieron y, en casos como la resistencia en la montaña de Musa Dagh, lograron salvar la vida. También hubo situaciones –no fueron muchas, pero las hubo– de gente que ayudó e incluso salvó a armenios (árabes, por ejemplo). También estas historias deben contarse porque demuestran que el ser humano puede hacer lo justo, lo correcto, lo decente, incluso en circunstancias espantosas, radicalmente injustas y que jamás deben repetirse con ningún pueblo.