Entrevista al director Rafael Gordon
«Cuando aceptamos que nos llamen rebaño, lo podemos asumir completamente todo»
Rafael Gordon (Madrid, 1946) estrenó su primera película con 21 años. Cinco décadas después, ha dedicado largometrajes, cortos y obras de teatro a grandes nombres de la historia: de santa Teresa a Mussolini, pasando por Isabel la Católica, Sigmund Freud o Jesucristo. Estuvo nominado al Goya por el documental La mirada de Ouka Leele, dedicado a una de sus grandes amigas, la fotógrafa y artista visual Bárbara Allende, que falleció el mes pasado.
Cineasta, dramaturgo y escritor, Gordon se define como un sentimental y se confiesa un creyente agradecido a Dios. Ha ejercido como profesor universitario, comentarista de radio, comisario de exposiciones artísticas y colaborador en televisión. Próximamente, estrenará La pasión de Kierkegaard, una película protagonizada por Víctor Rivas que explora la psique del padre del existencialismo.
–Según confiesa ud. mismo, ha dedicado su filmografía a explorar el sentido de la existencia, desde su primera película, Angustius Vital.
–Sí, aquello fue un rodaje sencillo, en el que el Rafael Gordon adolescente canalizaba su visión del mundo. Seguía a un personaje al estilo de Charles Chaplin, que intenta sobrevivir enfrentado a los convencionalismos. Siempre he sentido mucha angustia por la capacidad que tiene el ser humano de ser abducido por el macho alfa, por el líder que controla las fuentes de información. En este sentido, me ha sobrecogido mucho algo que hemos vivido con la pandemia.
–¿El qué?
–Que al pueblo se nos definía como «rebaño», y que nadie reclamó que se nos definiera con un término menos peyorativo. Cuando consideramos que somos rebaño, somos capaces de asumirlo completamente todo. Es la pobre condición humana, y valorarla me provoca angustia. De ahí que haya trabajado a lo largo de mi carrera con seres que, de alguna manera, han superado este devenir patético.
–¿Por eso ha dedicado películas a santa Teresa de Jesús, a Isabel la Católica, a Kierkegaard…?
–Sí. Por ejemplo, ¿por qué dediqué un par de años al estudio sistemático de la reina Isabel? Porque en un momento de caos, en el que los feudalistas se degollaban unos a otros, ella y Fernando –un genio– instauraron un orden absolutamente civilizador, un orden que aún estamos viviendo. También instauró el orden, en otro sentido, Teresa de Ávila, o Kierkegaard, que puso orden al caos que se avecinaba, a la creencia en un Estado omnímodo que llevó a dictaduras y autoritarismos.
–Son personajes, también, abiertos a la trascendencia.
–Para Kierkegaard, de hecho, la única razón de la existencia era su creencia absoluta en Dios; en eso nos parecemos, de alguna manera. Yo creo en Dios, y en su obra, como decía Einstein: el mayor logro de Dios –más que el orbe o el universo– es la inteligencia humana. En sí mismo, el progresismo tiene una guerra abierta contra la trascendencia, porque aquel que se declare cristiano o creyente es un riesgo.
Cuando era joven, todo mi entorno era comunista, y se jactaban de ello, pero la pobreza de espíritu no la soluciona una regulación estatal
–En este contexto, ¿ha tenido dificultades para desarrollar su labor creativa?
–Yo siempre he sido la oposición a mi generación creativa: no hay nadie en ella que no crea en el totalitarismo. Se han empeñado en salvarme de mi pátina burguesa, y yo digo «¡No, no me lleves a tu felicidad vana!». Yo voy de la mano de lo que considero que es la dignidad de la persona, la espiritualidad directa y la libertad de manifestarme sin ser esclavo de la opinión ajena. Cuando era joven, todo mi entorno era comunista, y se jactaban de ello, pero la pobreza de espíritu no la soluciona una regulación estatal. Hoy en España hay más gente suicidándose porque su espíritu ha muerto que por el hambre.
–Abordó precisamente este tema en 2011, cuando estrenó Bellos suicidios.
–Sí, y luego existe la vanagloria de lo lúdico. Me preocupa que vivimos en una sociedad condenada a ser eternamente adolescente, en la que no queremos ser adultos. Pero, por mucha Viagra y mucha estética, hay pasiones que no podremos realizar; la vida tiene unos ciclos. Muchos no aceptan que todo se desvanece, por eso se incineran. Mira, yo vivo en El Escorial, y cuando salgo de mi casa y respiro el aire de la sierra, pienso «¡Qué gratificante!»... hasta que recuerdo que muchos directores generales tienen aquí sus casitas y, cuando mueren, piden que esparzan sus cenizas por el monte. ¡Ahí caigo en que estoy respirando cenizas de propietarios, de administrativos!
Dos días antes de irse, Ouka Leele estaba comiendo lomo y hablando de Dios. ¡Me encanta esa dualidad!
–En 2015, cuando ganó el Premio Familia de CinemaNet, dijo que fuera de la familia se sentía «un número digitalizado por la Agencia Tributaria», ¿sigue pensándolo?
–¡Hoy mucho más! Veo a mi nieta y pienso «¡Es un ser humano que ha alcanzado la perfección!». Y veo a su madre, a su abuela, a su hermano… y me digo que esto debe ser lo que llaman la familia. Y luego llega el mal, y nos dice que los hijos son del Estado. Mira, ahora se me ha ido al Cielo Ouka Leele, que era una mujer con una profundidad inaudita, y que luchó por la libertad de encontrarse a sí misma y de sacar a su hija de la vorágine de la Movida. Pues ella, dos días antes de irse, estaba comiendo lomo y hablando de Dios. ¡Me encanta esa dualidad! Me parece un ejemplo maravilloso de la libertad de no pertenecer a ninguna familia que no sea la propia.
–Tiene pendiente de estrenar en cines La pasión de Kierkegaard. Con 76 años, ¿qué le impulsa a seguir creando?
–El motor es el agradecimiento. Cuando tenía 14 años, entré en un pequeño cineclub y vi Ladrón de bicicletas. Salí corriendo de allí, y sigo corriendo hasta hoy. ¿Qué quiso expresar Vittorio de Sica con esa película? Que en todo ser humano existe la grandeza. Y eso es también lo que yo intento seguir mostrando, con una constancia que creo que es meritoria, ¡aunque no reconocida!