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Detalle de El sacrificio de Isaac, de Caravaggio

El misterio del sacrificio humano a los dioses

Aunque parece que sean los dioses quienes reclaman sacrificios, sólo son los humanos los que los exigen por una necesidad vital de seguir existiendo en un universo de violencia irrefrenable

Desde la altura de nuestra perspectiva europea y cristiana (o postcristiana) siempre han llamado la atención los sacrificios rituales de las religiones antiguas. Las explicaciones a las que se ha acudido para dar respuesta al enigma del sacrificio humano han sido de lo más variadas. Unas veces, se ha apelado a la ignorancia o al temor a lo sobrenatural; otras, se ha invocado la necesidad del ofrecimiento de víctimas para obtener favores del «más allá» en el contexto de sociedades poco desarrolladas. Asimismo, se ha hecho referencia a la locura o perturbación de los miembros de una cultura determinada como factor explicativo de la existencia de sacrificios de seres humanos perpetrados por sus propios congéneres. Sin embargo, según el antropólogo francés René Girard, nunca se ha dado en el clavo de descifrar certeramente el enigma del asesinato ritualizado y culturalmente validado, típico de muchas sociedades antiguas. Para René Girard, no hay que mirar al «más allá» (es decir, a la trascendencia) ni para explicar la religión, ni para dar cuenta de su núcleo, que es el sacrificio; antes bien, donde hay que incidir para arrojar luz sobre estos elementos es en el «más acá» (la inmanencia). Es la inmanencia humana lo que explica la trascendencia divina.

Sin sacrificio, no hay divinidad

En obras como La violencia y lo sagrado, Girard señala que no son los dioses los que explican el sacrificio, sino el sacrificio el que explica a los dioses. Más aún: el sacrificio crea a los dioses y, sin sacrificio, no hay divinidades. Con la llegada del Judeocristianismo, el panorama es distinto, pero fuera de este universo cultural, es decir, en el contexto de las religiones politeístas y su mundo ritual, los elementos de la religión son pura proyección humana. Para ilustrar esta idea contraintuitiva que tiene Girard de lo que es la religión y de lo que, en definitiva, despeja el secreto del sacrificio, hay que entender que el ser humano es un animal eminentemente violento. El desarrollo humano en la historia evolutiva implica un aumento de capacidad «mimética», es decir, de imitación del prójimo y de lo que éste desea.

Sacrifico hawaiano

La mímesis es un rasgo que tanto humanos como animales compartimos, pero en el caso de nuestros congéneres de la especie Homo sapiens, tal característica compartida está muy intensificada. Ese hiperdesarrollo mimético implica mayor libertad, pero también mayor peligro; y, de modo destacado, es la violencia el resultado más catastrófico del superior rango ontológico del hombre derivado del proceso evolutivo.

Deseo de mímesis

La mímesis animal es propulsada en el contexto del proceso de evolución de las especies hasta tal punto de que se convierte en deseo. El deseo humano es «deseo mimético» y los animales, aunque son miméticos, no tienen deseo como tal, pues sólo una fuerza mimética como la presente en el ser humano hace posible que surja el deseo, más allá de las tendencias instintivas puramente animales. Puede afirmarse que la mímesis, tomada en general, es un rasgo biológico-psicológico consistente en fijarse en otro miembro de tu especie y tomarlo como modelo o mediador de la conducta y, singularmente, de las cosas que uno anhela adquirir. Siguiendo a Girard (autor también de obras como El misterio de nuestro mundo), esta dinámica mimética, aunque está presente en todas las escalas del mundo animal, alcanza cotas muy altas en los eslabones del proceso de hominización más próximos al hombre actual y sus inmediatos predecesores. Hasta tal punto madura el componente mimético en el marco evolutivo que acaba desembocando en deseo, es decir, en mímesis que, sobre todo, se fija en el modelo o mediador en tanto que sujeto que quiere cosas, objetos.

Cuando un primer sujeto desea un objeto y un tercer sujeto se fija en lo que desea el primero, toma a éste como modelo o mediador de lo que debe querer y pretende apropiarse del mismo objeto de deseo de su modelo. El problema es que todos somos modelos para todos y, al mismo tiempo, somos también sujetos deseantes, dado que nadie sabe exactamente qué querer, es decir, qué es lo que nos aporta la plenitud existencial; por lo tanto, la convergencia de deseos particulares sobre el mismo objeto va a implicar que todos los individuos se polaricen sobre objetos queridos por otros humanos. Y, por supuesto, la violencia va aflorar rápidamente en el mundo social: los conflictos que comienzan siendo meramente interindividuales se convierten en violencias grupales y acaban amenazando seriamente la sociedad, sobre todo en el mundo arcaico, donde las comunidades políticas eran numéricamente reducidas. Pues bien: es justamente en este punto donde surge imperiosamente la necesidad de parar el avance de la violencia mimética y el único medio del hombre antiguo para hacerlo: dirigirse al sacrificio humano. Un miembro de la comunidad ha de morir por todos. Si no se encuentra un chivo expiatorio, toda la comunidad perecerá por la violencia desatada en su propio seno.

Sacrificio humano en Tahití, visto por J. Cook

Aplacar el mal

La raíz de la religión es el sacrificio y el origen de éste es la necesidad humana de aplacar su violencia inmanente, es decir, interna al propio hombre y su sociedad. No hay dioses ni esperando a los sacrificios ni exigiéndolos; y tampoco se explican los sacrificios humanos por la ignorancia o la demencia de las culturas antiguas. Antes bien, el sacrificio ritual tiene una explicación sociológica que no es otra que la de evitar la destrucción de la comunidad acechada por la violencia humana. Mediante el sacrificio de una cabeza de turco, el efecto psicológico de calma en la sociedad va a permitirles a las culturas arcaicas ir funcionando hasta que se produzca otra crisis de violencia mimética. El asesinato colectivo de un chivo expiatorio hace que la colectividad humana amenazada recobre por un tiempo la paz, pues parece que el causante del mal era el individuo seleccionado para ser sacrificado y, aparentemente, su eliminación física ha resuelto los problemas reales que tenía el pueblo entero. Una vez asesinado, el chivo expiatorio que al principio era considerado culpable de todos los males de la sociedad acaba por ser divinizado. Ha habido un pacto social tácito y no-consciente en la sociedad para considerar a uno de sus miembros como culpable de la crisis de violencia y, en consecuencia, como digno de la muerte. Sin embargo, una vez sacrificado, parece que es gracias a él como la sociedad vive en paz y, por eso, se le considera un dios. Para mantener esa paz, se perpetúa el sacrificio original de ese chivo expiatorio y se crean ceremonias religiosas que van a ir repitiendo con variaciones ese sacrificio único que tuvo lugar en el comienzo de la sociedad y que fue olvidado posteriormente, camuflado en los ritos sagrados.

No son los dioses

El sacrificio crea los dioses porque los dioses, en realidad, eran humanos en origen (ámbito de la inmanencia humana) y, sólo después de haber sido sacrificados por una necesidad social acaban siendo venerados como divinidades que velan por la colectividad política y a los que hay que satisfacer mediante más sacrificios aún (mundo de la trascendencia divina). Aunque parece que sean los dioses quienes reclaman sacrificios, sólo son los humanos los que los exigen por una necesidad vital de seguir existiendo en un universo de violencia irrefrenable.